domingo, 18 de noviembre de 2012

El mundo aun tiene una oportunidad

Este relato lo escribí hace un mes para participar en un concurso del foro fantasiaepica.com, de temática cyberpunk. Aunque no quedó muy bien, las críticas y opiniones de los foreros fueron muy bien recibidas, pues espero que me ayuden a ir mejorando poco a poco. Con unas pequeñas correcciones ortográficas, aquí os lo dejo.



Corre el año 2058. El mundo ya no es lo que era unas décadas antes. En apenas unos años la contaminación ha provocado un aumento de las temperaturas, el nivel del mar ha subido y los rayos solares inciden con mayor fuerza sobre la faz de la Tierra. El petróleo escasea y su precio es tan alto que sólo los mayores empresarios pueden permitírselo. Multitud de especies animales y vegetales han desaparecido, y apenas llueve, por lo que el agua potable es un bien muy escaso y preciado.

La sociedad tiene una marcada diferencia de clases. Los ricos empresarios que manejan grandes cantidades de dinero pueden permitirse toda clase de lujos, desde grandes mansiones con protección de los rayos UVA hasta costosas operaciones rejuvenecedoras. Mientras, la mayor parte de los ciudadanos se pelean por la poca comida y bebida que hay, aglomerados en edificios antiguos, expuestos a la contaminación ambiental y los dañinos rayos solares.

Sobre lo que tiempo atrás fue una próspera ciudad se alza un cielo azul y desierto de nubes, y un sol abrasador de media tarde cae sobre las calles y avenidas. La mayoría de los edificios son poco más que ruinas sucias y en las calles se aglomera gente mugrienta y enferma que se deja caer en las esquinas. Los perros, famélicos, persiguen ladrando a los pocos vehículos, todos antiguos, que circulan.

En contraste, un vehículo aerodeslizador conducido por un androide recorre la avenida principal, en dirección al centro de la ciudad. En la parte de atrás viaja sentada una mujer de apariencia juvenil, pero que en realidad cuenta ya con más de 50 años. Su cabello rubio y largo cae en ondulante cascada sobre sus hombros. Sus ojos van remarcados con una gran cantidad de maquillaje dorado, a juego con sus labios. Viste un traje de falda y camisa, y unos zapatos de tacón con brillantes. Su nombre es Rebeka Becher, y es codirectora de TecoWorld, una de las mayores empresas de telecomunicaciones del mundo.

Absorta en sus pensamientos, mira sin ver por la ventanilla, mientras medita sobre una pequeña idea que puede hacer ganar a la empresa bastante dinero, pero que se saldría ligeramente de los límites legales al requerir del uso de tecnologías de emisión de ondas subcuánticas. En cierto momento su vista es atraída por un muro, donde con grandes letras de un verde chillón se pueden leer los restos de un grafiti: Si ...manidad, el mun...... op…tunidad. Recuerda un artículo que leyó unas semanas atrás en el periódico digital, que trataba sobre un grupo radical de jóvenes que defendía que la humanidad ya ha hecho demasiado daño al planeta y que la única forma de que la Tierra se pueda recuperar es hacer que los humanos desaparezcan. Recuerda que el autor del artículo los calificaba como “una pandilla de naturalistas que en unos meses habrán pasado al olvido”. La frase escrita en la pared es el lema de la banda.

Pasadas varias manzanas, el vehículo se aproxima a un alto edificio plateado, sin ventanas, que se alza hacia el cielo. El androide dirige el vehículo hacia un gran portón frente al cual hay apostados media docena de guardias robóticos con armas láser automáticas que los detienen. Tras comprobar la identificación de Rebeka y permitirle bajar del automóvil, la hacen pasar por los detectores de armas. Una vez atravesado el control, se dirige al ascensor y sube a la planta alta, donde se encuentra la sala de reuniones.

Este edificio, sede de TecoWorld, es un rascacielos con más de 120 plantas, recubierto de placas protectoras que protegen el interior de los rayos del sol. El sistema de ventilación filtra el aire exterior para eliminar las partículas contaminantes, y un conducto de cañerías recorre todo el edificio proveyendo de la preciada agua pura a las diversas fuentes que hay en los pasillos.

En la planta superior hay una inmensa habitación con una gran mesa en su interior. Sentados a su alrededor se encuentran los hombres y mujeres más importantes de la empresa, en espera de la última asistenta. En una gran pantalla holográfica al otro lado de la mesa aparece el logo de TecoWorld, y una mujer joven y atractiva, que despierta la envidia de Rebeka por su hermosura, permanece de pie frente a la pantalla.

–Señorita Becher, la estábamos esperando. –Quien ha hablado es un joven, bastante apuesto, al que Rebeka nunca había visto. Le lanza una furiosa mirada por osar dirigirse a ella de esa manera y la piel del joven se vuelve visiblemente más pálida.

–Disculpa a nuestro amigo, Rebeka. –Ahora es un hombre de apariencia mayor y una gran tripa quien se dirige a ella. Es otro de los codirectores de la empresa, Emanuel Schmidt– Este joven se llama Richard Hofmann, y parece bastante prometedor. Ha ascendido rápidamente y tiene grandes ideas, por eso le he invitado a estar hoy aquí. Pero parece ser que todavía debe aprender a comportarse. Anda, olvídalo y siéntate –señala la silla vacía que hay a su derecha–, a ver si podemos comenzar la reunión –lanza una intensa mirada a la mujer de pie–. Puede comenzar, señorita.

Sin pronunciar palabra, Rebeka se sienta en la silla que le han indicado, y bebe un pequeño sorbo del vaso de agua que tiene, igual que todos los presentes, frente a su asiento. La imagen de la pantalla cambia y empieza una presentación sobre los sistemas de comunicación con los satélites de la órbita lunar.

*** 

Al otro lado de la ciudad, en un antiguo instituto abandonado, tres jóvenes trabajan en silencio. Uno de ellos es un chico moreno y alto, sentado frente a una pantalla de ordenador táctil en la que aparecen una serie incesante de extrañas letras y números. No es un aparato nuevo, pero tiene la capacidad suficiente para realizar la tarea que esperan de él. Junto al joven se sienta una chica bajita, con las orejas y la nariz perforadas con múltiples pendientes y piercings que van cambiando de color cada pocos minutos, que estudia detenidamente un pequeño dispositivo con luces que se encienden y apagan. Por último, sentado en penumbra y un poco alejado, el tercer miembro del grupo, con los labios apretados con fuerza, lleva puestas unas gafas de realidad virtual.

–Parece que está atravesando las defensas principales –comenta el chico del ordenador, Paul, mirando fijamente la pantalla–. Ahora es cuando entra en terreno peligroso, ojalá se ande con mucho cuidado. Si lo descubren ahora toda la operación habrá sido un fracaso.

–Karl es el mejor hacker que tenemos. No tendrá problemas en llegar al sistema de seguridad del edificio. –Agnes deja de estudiar el dispositivo para mirar unos instantes al joven de las gafas– Sólo espero que se dé prisa y consiga acceder antes de que el jefe mande la señal, o se volverá más complicado aún.

Durante varios minutos permanecen en silencio, absortos en sus pensamientos y en los símbolos que aparecen en la pantalla. Pasados tres cuartos de hora, Karl se remueve en su asiento, y una pequeña sonrisa aparece en sus labios. Instantáneamente la pantalla cambia y aparece un mensaje parpadeante en letras mayúsculas.

–¡Lo ha logrado! Está dentro –exclama Paul entusiasmado, a la vez que comienza a cambiar cosas en la pantalla a gran velocidad–. Y parece que no se han dado cuenta de su presencia. Voy a ayudarle desde aquí todo lo que pueda. En unos minutos estará todo listo y sólo quedará esperar.

*** 

Llevan una hora de reunión. Rebeka comienza a aburrirse, preguntándose por qué tiene que estar ella allí. No es codirectora para aguantar charlas interminables sobre cada pequeño proyecto que se les ocurre a sus empleados, para eso están los jefes de los departamentos, ella tiene muchas otras cosas importantes que hacer. En estos momentos tendría que estar buscando soluciones al problema de las ondas subcuánticas, no perdiendo el tiempo en la absurda reunión. Pero claro, la joven que está presentando su mediocre idea tiene una relación demasiado íntima con Emanuel, que es quien los ha convocado a todos.

Hace un rato que ha retirado su atención de la presentación para centrarla en el nuevo miembro al que no conoce, el señor Hofmann. Es un joven atractivo, de forma natural, no debido a caros tratamientos como a los que se ha sometido ella. Pero parece triste y cansado. Aunque ha estado atento a la presentación parece tener los pensamientos en otra parte, y no ha llegado a tocar el vaso de agua que tiene frente a él. En cierto momento, Richard Hofmann gira la cabeza y la mira unos instantes, sonriendo levemente.

Rebeka comienza a sentirse mal, un ligero dolor de estómago ha empezado a molestarla, y la cabeza le da ligeros pinchazos. Piensa que cuando termine la dichosa reunión se tomará un par de pastillas de cafeína y un fuerte calmante. Entonces escucha un leve quejido a su lado, y se gira para ver que Emanuel tiene mala cara y bebe agua con ansia, como si hubiera comido algo muy picante. Se oye un fuerte golpe, y cuando vuelve a mirar a la pantalla ve que la mujer que estaba presentando yace tirada en el suelo, apretándose el vientre con los brazos. Poco a poco todos los asistentes a la reunión empiezan a presentar síntomas parecidos, se aprietan el estómago o las sienes, y se encogen sobre sí mismos. Sólo el señor Hofmann parece encontrarse bien, y los mira a todos seriamente, hasta que finalmente se pone en pie y se acerca a la pantalla.

Rebeka se da cuenta de que la presentación sobre satélites ha desaparecido y en su lugar aparece un logo de vivos colores verdes y un texto: Sin la humanidad, el mundo aun tiene una oportunidad. Sin comprender qué está ocurriendo, recuerda la pintada que vio unas horas antes, cuando iba en el vehículo.

–Damas y caballeros, permítanme que les explique que está sucediendo –Richard Hofmann los mira a todos atentamente, con una mirada seria y penetrante–. Como ya saben, mi nombre es Richard Hofmann, pero lo que desconocen es que soy el líder de uno de los equipos de acción de los Hijos de Gea. –Un ligero murmullo, entremezclado con leves gemidos de dolor, recorre la sala de reuniones– Seguro que han oído hablar de nosotros en las noticias, pero no creo que entiendan lo importante de nuestra misión, por eso me tomaré la molestia de explicársela durante unos minutos, antes de que se les acabe el tiempo. Los humanos somos hijos de este planeta, nacidos de la madre Gea, al igual que los animales, pero con una gran diferencia de ellos: nosotros, orgullosos y presuntuosos, convencidos de nuestra superioridad y nuestra inteligencia, y no contentos con aniquilarnos y dominarnos los unos a los otros, nos dedicamos a destruir nuestro hogar, y el del resto de los seres vivos, con el único propósito de ser más ricos y tener las comodidades más absurdas. Los Hijos de Gea nos hemos dado cuenta de que, en un futuro no muy lejano, la actividad humana llevará al planeta a un punto en el que no habrá vuelta atrás, y todas las criaturas vivas, incluidos los humanos, acabarán muriendo y desapareciendo, dejando este rico mundo convertido en un desierto muerto y podrido. Por ello, y en honor al planeta que nos dio vida y nos acogió, y al que tan mal se lo estamos pagando, nos sentimos con la obligación de librarlo de nuestra venenosa presencia para que pueda, con el paso del tiempo, recuperarse de nuestra desastrosa estancia.

Rebeka apenas logra entender las palabras. Le pitan los oídos, y la vista comienza a ponérsele borrosa. Sentada en la silla, se aprieta fuertemente el estómago. A su alrededor intuye a varias personas tiradas en el suelo, y a su lado Emanuel vomita en silencio.

–No tengo mucho tiempo, por lo que seré breve. A pesar de todas las medidas de seguridad de que dispone este moderno edificio, que hacen imposible introducir cualquier arma ya sea de fuego o laser, han olvidado una de las armas más antiguas empeladas por los humanos, el veneno. –Calla durante unos segundos, dejando que sus palabras sean asimiladas- Así es, mis compañeros y yo hemos logrado introducir una dosis de veneno en los conductos de agua potable del edificio, suficiente para que en unos pocos minutos, todas las personas que la hayan bebido pierdan la consciencia. Tienen suerte, de esta manera apenas se percatarán cuando este edificio, y otros varios de la ciudad, todos de grandes empresas que se dedican a saquear lo poco que queda sano en este planeta para acumular dinero, sean destruidos. –Introduce una mano en el bolsillo y extrae un pequeño aparato– Cuando pulse este botón, mis compañeros, que ya habrán accedido al sistema de seguridad del edificio, recibirán la señal que están esperando y harán estallar los explosivos de seguridad.

***

En el instituto hay un silencio absoluto. Paul permanece concentrado en las líneas de números que se suceden en la pantalla, mientras Agnes espera junto al dispositivo que tiene al lado. Karl se ha quitado las gafas y tiene la mirada perdida en el infinito. El tiempo transcurre, y los minutos parecen durar tanto milésimas de segundo como horas. La tensión se percibe en el ambiente.

De repente, junto a Agnes, el dispositivo comienza a emitir intermitentes pitidos, a la vez que una luz roja parpadea.

–¡Es la hora! Richard ha mandado la señal.

–Vamos allá –exclama Karl, a la vez vuelve a ponerse las gafas.

*** 

 Rebeka no puede creer lo que está sucediendo. Por la mañana su mayor preocupación era cómo eludir una ley de ondas, y ahora, unas pocas horas más tarde, eso es completamente irrelevante. Su vida de repente está en juego por una panda de lunáticos naturalistas de los que hasta un par de días antes no había oído hablar. Intenta decir algo, pero apenas tiene fuerzas. La vista se le nubla, aunque ha alcanzado a ver como Richard Hofmann apretaba el botón del aparato que sostiene en la mano.

–Hijo de… –logra apenas susurrar, mientras cae al suelo perdiendo el sentido. En su último instante de consciencia es capaz de escuchar una explosión, que parece lejana, muy lejana, pero sin embargo es perfectamente capaz de sentir como el suelo sobre el que ha caído desaparece bajo ella.

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