Vuelvo con los relatos participantes en concursos. Sin embargo, debido a la caída del antiguo foro ahora los retos se realizan en Fantasitura. En este segundo reto (primero en el que participo como concursante) realizado en el nuevo foro los relatos debían ser cuentos infantiles alternativos, versiones de alguno ya existente o nuevos cuentos inventados. Mi relato, que es una versión del tradicional cuento de Caperucita Roja pero desde una perspectiva diferente, participó junto a otros cuatro quedando en la primera posición. :)
La historia que os voy a contar, jóvenes cachorros,
sucedió hace tiempo en un lugar lejano. Sin embargo, y aunque pueda parecer un
cuento sin más, el mensaje que nos transmite no debemos olvidarlo nunca. Con
esta historia crecieron vuestros padres. Con ella siempre presente, la manada
ha prosperado y se ha mantenido alejada de peligros. Queridos lobeznos, esta es
la historia de Tymus.
Érase una
vez una pequeña manada de lobos. Vivían en una región montañosa en la que no
muchos se atrevían a adentrarse. Tymus era un joven lobo, poco mayor que un
lobezno. De pelaje oscuro y ojos amarillos y brillantes, era bastante grande
para su edad. Todos creían que algún día llegaría a ser el líder de la manada.
Una noche de
invierno, cuando la comida escaseaba y el grupo pasaba hambre, se habían
alejado bastante de su zona habitual de caza en busca de alimento, adentrándose
en una región desconocida para ellos. Allí descubrieron, en un claro entre los
árboles, un gran rebaño de ovejas. Había más de las que jamás habían visto
juntas. Suficientes para alimentar a toda la manada durante los duros meses de
frío. Los ovinos estaban encerrados tras unas ramas extrañamente colocadas que
formaban un muro a su alrededor.
Sin poder
creer lo que veían, los lobos entraron en el cercado escurriéndose entre las
ramas y empezaron a perseguir a las ovejas. Éstas, asustadas pero incapaces
escapar, corrían en todas direcciones. Pronto la manada abatió a un par. Apenas
empezaron a degustar el almuerzo, unas
extrañas criaturas salieron de lo que parecía una formación de roca. Se alzaban
sobre las patas traseras y agitaban palos de formas poco naturales mientras
producían una serie de ruidos ininteligibles y corrían hacia la manada.
Los lobos se
agruparon, enseñando los dientes y gruñendo a los extraños intrusos. Estos, al
acercarse a ellos, aminoraron el paso y los observaron, manteniendo una
distancia prudencial. Sus ojos no reflejaban temor, lo que sorprendió a Tymus y
puso nerviosa a la manada. Uno de aquellos seres levantó un palo de forma
curva. Cogió otro más fino y, juntándolo al primero, lo colocó con cuidado en
una curiosa posición. Inquietos, los lobos mostraban los afilados colmillos,
listos para atacar y defender su preciada comida.
De pronto,
aquella criatura hizo un movimiento extraño con los palos y el jefe de la
manada cayó al suelo soltando un quedo aullido de dolor. El palo fino y corto
que hacía un momento manejara el ser bípedo atravesaba ahora el cuello del
poderoso cánido. Tymus vio, en el extremo que sobresalía, unas plumas de ave engarzadas.
Asustados
pero también llenos de rabia, los lobos se lanzaron contra el grupo atacante, ladrando y gruñendo. Aquellos seres
blandieron sus palos y agredieron a los lobos. Algunos, como el líder, caían
atravesados por finas ramas, sin haberse acercado a los extraños. Otros eran abatidos al recibir los golpes de objetos
brillantes y afilados.
En apenas
unos latidos la manada había quedado diezmada. La mayoría de los lobos yacían
moribundos en el suelo, empapados en sangre. Solo Tymus podía mantenerse en pie,
aunque sangraba por una herida en el lomo. Asustado y temblando, el joven lobo
se alejó del lugar tan rápido como pudo, adentrándose entre los árboles.
Percibió que aquellas criaturas le seguían durante un rato, pero pronto
parecieron cansarse y regresar.
Tymus
continuó corriendo por el bosque hasta que sus fuerzas se agotaron. Dolorido y cansado
se tumbó junto a un grueso tronco y no tardó en caer dormido.
El sol
estaba en lo alto cuando despertó. Le dolía el lomo pero descubrió aliviado que
apenas sangraba. Dedicó un rato a lamerse la herida, limpiándola y aliviando el
dolor. Solo cuando hubo terminado fue consciente de su situación. Recordó a su
manada caída, los lobos con los que había crecido y junto a los que había
cazado asesinados por aquellas criaturas bípedas. Recordó haber oído historias
sobre ellos, los llamaban humanos y se murmuraba que eran terriblemente
peligrosos, pero ni él ni nadie de su manada los había visto jamás. Hasta aquella
fatídica noche.
Triste,
herido y sediento, el joven Tymus deambuló por el bosque. En su huida se había
alejado todavía más del área de su manada y no sabía dónde se encontraba. Tenía
que buscar un nuevo hogar si quería sobrevivir. Se preguntó si, de encontrarse
con alguna manada de la zona, esta le aceptaría. Si se recuperaba de la herida
sería un lobo con habilidades para la caza, pero también un rival para el
líder. Y si no se recuperaba no sería más que un estorbo.
No supo
cuánto tiempo estuvo caminando en soledad. No se encontró con ninguna manada ni
vio rastro alguno de una. Tampoco fue capaz de cazar, pues la herida le dolía,
a veces volvía a sangrar, y se sentía cada vez más débil. Pronto se vio acosado
por el hambre y la sed.
Cuando ya se
daba por muerto descubrió una extraña formación de madera. En cierta manera le
recordó a aquella de la que habían salido los hombres que exterminaron a su
manada. Pero no tenía fuerzas para alejarse de allí. Se dejó caer junto a la
estructura. Agotado como estaba, en cuanto apoyó el hocico en el suelo cayó
dormido.
Despertó de
un sobresalto cuando sintió un roce en la herida. Algo suave y húmedo le
quitaba la sangre. Se giró para ver qué era y descubrió horrorizado que se
trataba de uno de aquellos seres, un humano. Se agitó e intento alejarse, pero
estaba demasiado débil. Mostró los colmillos y gruñó. La criatura emitió
extraños sonidos mientras con una mano le acariciaba el pelaje. Por alguna
razón, aquel sonido le pareció tranquilizador y poco a poco se relajó,
volviendo a tumbarse.
Las manos
del humano le limpiaron la herida y le aplicaron una sustancia fresca y
aromática que calmó el dolor. Después se alejó y desapareció dentro de la
estructura de madera. Al poco rato, volvió a aparecer con un pedazo de carne y
un recipiente lleno de agua. El lobo devoró el alimento de dos bocados y bebió
hasta verse saciado. Después volvió a dormirse.
Al despertar
de nuevo sentía que había recuperado fuerzas. Podía levantarse y caminar,
aunque despacio. Rodeó la construcción hasta encontrar una abertura. Del
interior llegaban sonidos y salía una brillante luz. Tymus, vencido por la
curiosidad, entró lentamente para descubrir al humano sentado junto a un fuego.
Asustado por las llamas se mantuvo a cierta distancia. Pero el humano se
percató de su presencia, se levantó y, emitiendo aquellos sonidos, se acercó a
él para acariciarle la cabeza.
Tymus pasó
varios días junto al humano, viviendo en el interior de aquella construcción y
recuperándose de la herida. Pronto se acostumbró al extraño lugar y al fuego
que ardía siempre en el mismo sitio, sin llegar a descontrolarse. Su calor
resultaba agradable.
Observando a
su salvador, Tymus aprendió bastante sobre él. En realidad era ella. Lo dedujo
por el tono agudo de su voz y su olor. Parecía mayor, pues se movía con mayor
lentitud que los humanos que lo habían atacado y el pelaje sobre su cabeza era de
un blanco ceniciento. La humana le cuidaba, le alimentaba y le daba de beber.
Además, por las noches, le hablaba a la vez que le acariciaba el pelaje,
desenredando los mechones de pelo y quitándole algunos parásitos que le
producían picor.
Cuando
estuvo recuperado de la herida, Tymus decidió que había llegado el momento de
irse. Una mañana se alejó de la cabaña adentrándose entre los árboles. Poco había
avanzado cuando oyó a la mujer llamarle. Supo que se refería a él porque
siempre lo llamaba igual, con una especie de ladrido que sonaba algo así como
“perrito”. En realidad, Tymus había empezado a entender algunas de las cosas
que la humana decía, pues repetía siempre los mismos sonidos y gestos cuando
quería transmitirle algo.
Tymus dudó
unos instantes, recordando a su manada. Lo feliz que había sido junto a otros
lobos. También recordó a aquellos humanos masacrando a sus compañeros y la
soledad que sintió después hasta que llegó a la cabaña de “Labuelita”, pues así
se refería la mujer a sí misma. Finalmente dio media vuelta y regresó junto a
la anciana.
Pasaron los
días y el tiempo empezó a hacerse más cálido. Tymus seguía viviendo en la
cabaña, junto a Labuelita, pero muchas veces se alejaba en busca de caza y
pasaba varios días alejado. Sin embargo, siempre volvía, deseoso de la compañía
de la mujer y sus caricias.
A veces ella
le instaba a alejarse y cuando regresaba podía oler que alguien más había
estado en la cabaña, aunque nunca llegó a ver de quién se trataba. Tymus lo
prefería así, pues aunque Labuelita le había curado y le cuidaba, no podía
olvidar el daño que los humanos le habían hecho y prefería no cruzarse con
ningún otro.
Pasados los
meses, al regresar de unos días explorando los alrededores, Tymus percibió algo
extraño. El sol brillaba en lo alto. Era el momento en el que la mujer solía
estar más afanosa, entrando y saliendo de la cabaña. Sin embargo, aquel día
todo parecía estar demasiado tranquilo. Intrigado, el lobo entró en el lugar,
buscando a Labuelita.
La casa
estaba en silencio. Le sorprendió ver que el fuego, que normalmente siempre
permanecía encendido, se había extinguido. Percibió el olor de Labuelita y lo
siguió hasta el lugar donde la mujer solía dormir, lo que ella llamaba “cama”.
Allí la encontró, arropada bajo telas, con las manos a los costados y los ojos
cerrados. El lobo no tardó en percatarse de que la anciana estaba muerta, pues
no escuchaba el sonido de su respiración.
De pronto lo
invadió la angustia. Volvía a sentirse tremendamente solo y desolado. Lleno de
dolor, se subió a la cama y se acurrucó junto al cadáver de la mujer, mientras
emitía agudos quejidos de pena.
Al caer la
noche, el lobo se levantó y salió al exterior. Se sentó en el lugar donde la
mujer le había curado al encontrarlo herido y alzó el hocico hacia el cielo
estrellado, aullando su dolor. Así pasó la mayor parte de la noche, y a la
mañana volvió a tumbarse junto a Labuelita, donde permaneció casi sin moverse
durante varios días.
No tardó en
empezar a sentir hambre de nuevo. Recorrió la cabaña en busca de comida, pero
esta no duró mucho. Finalmente, una mañana, no le quedó más remedio que
abandonar la cabaña en busca de alimento.
No se alejó
demasiado, pero logró capturar un conejo que calmó su hambre. Decidido a volver
a la cabaña, emprendió el camino de vuelta. Aún estaba a cierta distancia
cuando escuchó un extraño trino. Nunca había oído un pájaro que silbara así.
Intrigado, se dejó guiar por el sonido.
Llegó a las
inmediaciones de una senda en el bosque y allí se agazapó entre unos arbustos. Pronto
descubrió el origen de aquel sonido. Asombrado, vio que no se trataba de ningún
ave, sino de un cachorro de humano. Una joven hembra que avanzaba por el camino
emitiendo aquel sonido con los labios y andando descuidadamente. Se cubría el
cuerpo y la cabeza con una tela de un intenso color rojo. Tymus intentó
esconderse más entre las plantas, pero la criatura debió de percibirlo, pues se
detuvo en seco y escrutó el lugar donde se ocultaba.
—¿Hola?
¿Quién está ahí? —La voz de la niña le recordó levemente a la de Labuelita. No
lograba entender del todo lo que decía, pero captaba el significado de algunas
cosas, pues se parecían a lo que había aprendido con la anciana— ¡Sal!
Ante la
falta de respuesta, la niña se acercó. Vio el hocico de Tymus asomando entre
los matorrales y se agachó junto a él.
—¡Ooh! Un
perrito —Al escuchar su nombre, Tymus salió del escondite, inquieto y
precavido, mirando con atención a la humana—. Me has asustado. Dicen que hay
terribles monstruos en el bosque, pero mi mamá me aseguró que si seguía el
camino hasta casa de la abuelita no me pasaría nada.
Aunque no
entendió la mitad de lo que le decía, Tymus reconoció el nombre de la anciana.
Animado, empezó a mover el rabo de un lado a otro. La niña se acercó más y
alargó la mano para tocarle la cabeza.
Al sentir el
contacto, Tymus se estremeció, recordando a los demás humanos que había
conocido. Brincó para salir del camino y se adentró entre los árboles. Pudo oír
a la niña que, tras recuperarse de la sorpresa, trataba de seguirlo, mientras
iba gritando.
—No, espera.
¡No te vayas! Vuelve, perrito —Pero Tymus la ignoró, corriendo hacia la cabaña
y huyendo de la pequeña humana.
Llegó a la
cabaña atravesando el bosque. Estaba nervioso y asustado. De un salto se subió
a la cama y se acurrucó entre las telas. El cadáver de Labuelita seguía ahí
dentro, junto a él.
Al poco rato
escuchó unos pasos que se acercaban, y reconoció la extraña melodía que silbara
la niña en el camino. Se encogió todo lo que pudo donde estaba, preocupado por
que volviera a encontrarle.
—Abuelita,
ya estoy aquí. Perdona que llegue tarde. Me encontré con un lindo perrito en el
camino, era muy grande pero no me dio miedo —La niña hablaba sin parar desde el
exterior. Tymus solo entendía cosas sueltas—. Intenté acariciarle pero huyó
entre los árboles. Mamá dijo que el bosque era peligroso, no quería que le
pasara nada. Le seguí, saliendo del camino. Enseguida lo perdí de vista, pero yo
ya no sabía dónde estaba. Estuve dando vueltas un buen rato hasta que llegué de
nuevo al camino.
Las pisadas
llegaron hasta la puerta de la cabaña y entraron. Tymus, oculto en la cama, vio
la sombra que era la niña perfilada contra la luz del exterior.
—¿Abuelita?
¿Dónde estás? No te habrás enfadado conmigo, ¿verdad? —El lobo percibió el
temor y la incertidumbre en el tono de la niña.
Con paso
indeciso, la humana entró en la estancia, recorriendo con la mirada cada
rincón, en busca de Labuelita. Cuando reparó en el bulto que había en la cama,
se acercó. Las sombras ocultaban a Tymus y al cadáver.
Aún no muy
segura, la niña se detuvo a un par de pasos de la cama. Arrugaba el entrecejo
tratando de ver en la oscuridad.
—Abuelita,
¿estás ahí? —preguntó en apenas un murmullo—. ¿Estás enferma? Pero, abuelita,
¿qué es ese horrible olor?
Tymus
permanecía quieto, esperando a ver qué hacia la niña. Esta escuchaba esperando oír
la respuesta que no llegaba.
—Y abuela,
¿por qué tu respiración es tan fuerte y extraña?
El lobo
observaba. Sus grandes ojos estaban clavados en la humana. De pronto, esta
pareció ver algo en la oscuridad a la que miraba, pues se sobresaltó.
—Abuela…
¡pero qué ojos más grandes tienes! Y qué brillo tan extraño tienen. ¿Abuela,
estás bien?
La niña se
acercó a la cama y alargó una mano, tratando de localizar a la anciana. Tymus,
viendo que aquella desconocida intentaba tocar a Labuelita, se alzó en la cama
mostrando los dientes y gruñendo. No permitiría que nadie se acercara a la
mujer muerta.
La niña dio
un brinco hacía atrás, perdió el equilibrio y cayó de espaldas. Quedó sentada
en el suelo, mirando al enorme lobo con temor.
—¿Pero que
le has hecho a la abuelita? ¡Monstruo! —Tymus no entendía las palabras. Siguió
emitiendo un gruñido ronco mientras dejaba ver sus afilados colmillos. Sus ojos
brillaban peligrosos.
La niña,
asustada, empezó a gritar. En respuesta, el lobo comenzó a ladrar. La situación
permaneció así durante varios latidos del agitado corazón de Tymus.
Entonces se
perfiló en la puerta el contorno de otra figura. Tymus vio que se trataba de
otro humano, mucho más alto y fuerte que la niña. Aun cuando estaba a contraluz
percibió la semejanza con aquellos primeros humanos que había conocido. Esto le
trajo dolorosos y terribles recuerdos.
—No te
muevas, niña. Yo me encargo de esta bestia asesina —habló con una voz grave. Después
alzó algo que tenía en las manos. Se trataba de uno de aquellos palos curvados con
los que habían matado al jefe de la manada de Tymus.
El lobo de
pronto estaba asustado. Los recuerdos le instaban a tratar de huir, pues sabía
que aquella criatura podía ser mortal. Pero no quería abandonar a Labuelita,
que tanto le había cuidado y ayudado. Además, no tenía por donde escapar. El
humano le bloqueaba el paso hacia la única salida que había.
Se giró
hacia el hombre, dándole el costado a la niña, que ahora lloraba encogida sobre
sí misma. El lobo empezó a gruñir más fuerte, de manera amenazadora. Los pelos
del lomo se le erizaron cuando lanzó dentelladas al aire, en dirección al
hombre.
Al ver que
no lograba atemorizarlo, cogió impulso y saltó sobre él. Estaba en el aire
cuando sintió un agudo dolor en el lomo. Cayó al suelo, de costado. Giró la
cabeza para mirar y descubrir que una fina rama, con plumas de ave engarzadas
en un extremo, se le había clavado entre las costillas. De la herida manaba
sangre. Trató de levantarse, pero el dolor se lo impedía. Volvió a gruñir, pero
el aire que salía por su garganta no tenía fuerza y tan solo emitió un suave
quejido de dolor.
El humano se
alzaba junto a él, amenazador, y lo miraba desde lo alto. Colocó otra de aquellas
finas y rectas ramas en la posición correcta del palo largo y curvado. Antes de
que el nuevo proyectil se le clavara entre los ojos, acallándolo para siempre,
Tymus pudo oír al humano decir:
—Tranquila,
niña. Ya ha pasado todo. El lobo feroz está muerto.
No debéis olvidar nunca la historia de Tymus,
jóvenes lobeznos, y recordad que jamás debéis acercaros a los humanos. Son
criaturas terribles y peligrosas, que solo traen dolor y muerte.
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