lunes, 4 de mayo de 2015

Historias de Lobos

Vuelvo con los relatos participantes en concursos. Sin embargo, debido a la caída del antiguo foro ahora los retos se realizan en Fantasitura. En este segundo reto (primero en el que participo como concursante) realizado en el nuevo foro los relatos debían ser cuentos infantiles alternativos, versiones de alguno ya existente o nuevos cuentos inventados. Mi relato, que es una versión del tradicional cuento de Caperucita Roja pero desde una perspectiva diferente, participó junto a otros  cuatro quedando en la primera posición. :)
Aquí os le dejo tras realizar un par de correcciones.





La historia que os voy a contar, jóvenes cachorros, sucedió hace tiempo en un lugar lejano. Sin embargo, y aunque pueda parecer un cuento sin más, el mensaje que nos transmite no debemos olvidarlo nunca. Con esta historia crecieron vuestros padres. Con ella siempre presente, la manada ha prosperado y se ha mantenido alejada de peligros. Queridos lobeznos, esta es la historia de Tymus.



Érase una vez una pequeña manada de lobos. Vivían en una región montañosa en la que no muchos se atrevían a adentrarse. Tymus era un joven lobo, poco mayor que un lobezno. De pelaje oscuro y ojos amarillos y brillantes, era bastante grande para su edad. Todos creían que algún día llegaría a ser el líder de la manada.

Una noche de invierno, cuando la comida escaseaba y el grupo pasaba hambre, se habían alejado bastante de su zona habitual de caza en busca de alimento, adentrándose en una región desconocida para ellos. Allí descubrieron, en un claro entre los árboles, un gran rebaño de ovejas. Había más de las que jamás habían visto juntas. Suficientes para alimentar a toda la manada durante los duros meses de frío. Los ovinos estaban encerrados tras unas ramas extrañamente colocadas que formaban un muro a su alrededor.

Sin poder creer lo que veían, los lobos entraron en el cercado escurriéndose entre las ramas y empezaron a perseguir a las ovejas. Éstas, asustadas pero incapaces escapar, corrían en todas direcciones. Pronto la manada abatió a un par. Apenas empezaron a degustar el almuerzo,  unas extrañas criaturas salieron de lo que parecía una formación de roca. Se alzaban sobre las patas traseras y agitaban palos de formas poco naturales mientras producían una serie de ruidos ininteligibles y corrían hacia la manada.

Los lobos se agruparon, enseñando los dientes y gruñendo a los extraños intrusos. Estos, al acercarse a ellos, aminoraron el paso y los observaron, manteniendo una distancia prudencial. Sus ojos no reflejaban temor, lo que sorprendió a Tymus y puso nerviosa a la manada. Uno de aquellos seres levantó un palo de forma curva. Cogió otro más fino y, juntándolo al primero, lo colocó con cuidado en una curiosa posición. Inquietos, los lobos mostraban los afilados colmillos, listos para atacar y defender su preciada comida.

De pronto, aquella criatura hizo un movimiento extraño con los palos y el jefe de la manada cayó al suelo soltando un quedo aullido de dolor. El palo fino y corto que hacía un momento manejara el ser bípedo atravesaba ahora el cuello del poderoso cánido. Tymus vio, en el extremo que sobresalía, unas plumas de ave engarzadas.

Asustados pero también llenos de rabia, los lobos se lanzaron contra el grupo atacante,  ladrando y gruñendo. Aquellos seres blandieron sus palos y agredieron a los lobos. Algunos, como el líder, caían atravesados por finas ramas, sin haberse acercado a los extraños. Otros  eran abatidos al recibir los golpes de objetos brillantes y afilados.
En apenas unos latidos la manada había quedado diezmada. La mayoría de los lobos yacían moribundos en el suelo, empapados en sangre. Solo Tymus podía mantenerse en pie, aunque sangraba por una herida en el lomo. Asustado y temblando, el joven lobo se alejó del lugar tan rápido como pudo, adentrándose entre los árboles. Percibió que aquellas criaturas le seguían durante un rato, pero pronto parecieron cansarse y regresar.

Tymus continuó corriendo por el bosque hasta que sus fuerzas se agotaron. Dolorido y cansado se tumbó junto a un grueso tronco y no tardó en caer dormido.



El sol estaba en lo alto cuando despertó. Le dolía el lomo pero descubrió aliviado que apenas sangraba. Dedicó un rato a lamerse la herida, limpiándola y aliviando el dolor. Solo cuando hubo terminado fue consciente de su situación. Recordó a su manada caída, los lobos con los que había crecido y junto a los que había cazado asesinados por aquellas criaturas bípedas. Recordó haber oído historias sobre ellos, los llamaban humanos y se murmuraba que eran terriblemente peligrosos, pero ni él ni nadie de su manada los había visto jamás. Hasta aquella fatídica noche.

Triste, herido y sediento, el joven Tymus deambuló por el bosque. En su huida se había alejado todavía más del área de su manada y no sabía dónde se encontraba. Tenía que buscar un nuevo hogar si quería sobrevivir. Se preguntó si, de encontrarse con alguna manada de la zona, esta le aceptaría. Si se recuperaba de la herida sería un lobo con habilidades para la caza, pero también un rival para el líder. Y si no se recuperaba no sería más que un estorbo.

No supo cuánto tiempo estuvo caminando en soledad. No se encontró con ninguna manada ni vio rastro alguno de una. Tampoco fue capaz de cazar, pues la herida le dolía, a veces volvía a sangrar, y se sentía cada vez más débil. Pronto se vio acosado por el hambre y la sed.

Cuando ya se daba por muerto descubrió una extraña formación de madera. En cierta manera le recordó a aquella de la que habían salido los hombres que exterminaron a su manada. Pero no tenía fuerzas para alejarse de allí. Se dejó caer junto a la estructura. Agotado como estaba, en cuanto apoyó el hocico en el suelo cayó dormido.



Despertó de un sobresalto cuando sintió un roce en la herida. Algo suave y húmedo le quitaba la sangre. Se giró para ver qué era y descubrió horrorizado que se trataba de uno de aquellos seres, un humano. Se agitó e intento alejarse, pero estaba demasiado débil. Mostró los colmillos y gruñó. La criatura emitió extraños sonidos mientras con una mano le acariciaba el pelaje. Por alguna razón, aquel sonido le pareció tranquilizador y poco a poco se relajó, volviendo a tumbarse.

Las manos del humano le limpiaron la herida y le aplicaron una sustancia fresca y aromática que calmó el dolor. Después se alejó y desapareció dentro de la estructura de madera. Al poco rato, volvió a aparecer con un pedazo de carne y un recipiente lleno de agua. El lobo devoró el alimento de dos bocados y bebió hasta verse saciado. Después volvió a dormirse.

Al despertar de nuevo sentía que había recuperado fuerzas. Podía levantarse y caminar, aunque despacio. Rodeó la construcción hasta encontrar una abertura. Del interior llegaban sonidos y salía una brillante luz. Tymus, vencido por la curiosidad, entró lentamente para descubrir al humano sentado junto a un fuego. Asustado por las llamas se mantuvo a cierta distancia. Pero el humano se percató de su presencia, se levantó y, emitiendo aquellos sonidos, se acercó a él para acariciarle la cabeza.



Tymus pasó varios días junto al humano, viviendo en el interior de aquella construcción y recuperándose de la herida. Pronto se acostumbró al extraño lugar y al fuego que ardía siempre en el mismo sitio, sin llegar a descontrolarse. Su calor resultaba agradable.

Observando a su salvador, Tymus aprendió bastante sobre él. En realidad era ella. Lo dedujo por el tono agudo de su voz y su olor. Parecía mayor, pues se movía con mayor lentitud que los humanos que lo habían atacado y el pelaje sobre su cabeza era de un blanco ceniciento. La humana le cuidaba, le alimentaba y le daba de beber. Además, por las noches, le hablaba a la vez que le acariciaba el pelaje, desenredando los mechones de pelo y quitándole algunos parásitos que le producían picor.

Cuando estuvo recuperado de la herida, Tymus decidió que había llegado el momento de irse. Una mañana se alejó de la cabaña adentrándose entre los árboles. Poco había avanzado cuando oyó a la mujer llamarle. Supo que se refería a él porque siempre lo llamaba igual, con una especie de ladrido que sonaba algo así como “perrito”. En realidad, Tymus había empezado a entender algunas de las cosas que la humana decía, pues repetía siempre los mismos sonidos y gestos cuando quería transmitirle algo.

Tymus dudó unos instantes, recordando a su manada. Lo feliz que había sido junto a otros lobos. También recordó a aquellos humanos masacrando a sus compañeros y la soledad que sintió después hasta que llegó a la cabaña de “Labuelita”, pues así se refería la mujer a sí misma. Finalmente dio media vuelta y regresó junto a la anciana.



Pasaron los días y el tiempo empezó a hacerse más cálido. Tymus seguía viviendo en la cabaña, junto a Labuelita, pero muchas veces se alejaba en busca de caza y pasaba varios días alejado. Sin embargo, siempre volvía, deseoso de la compañía de la mujer y sus caricias.

A veces ella le instaba a alejarse y cuando regresaba podía oler que alguien más había estado en la cabaña, aunque nunca llegó a ver de quién se trataba. Tymus lo prefería así, pues aunque Labuelita le había curado y le cuidaba, no podía olvidar el daño que los humanos le habían hecho y prefería no cruzarse con ningún otro.

Pasados los meses, al regresar de unos días explorando los alrededores, Tymus percibió algo extraño. El sol brillaba en lo alto. Era el momento en el que la mujer solía estar más afanosa, entrando y saliendo de la cabaña. Sin embargo, aquel día todo parecía estar demasiado tranquilo. Intrigado, el lobo entró en el lugar, buscando a Labuelita.

La casa estaba en silencio. Le sorprendió ver que el fuego, que normalmente siempre permanecía encendido, se había extinguido. Percibió el olor de Labuelita y lo siguió hasta el lugar donde la mujer solía dormir, lo que ella llamaba “cama”. Allí la encontró, arropada bajo telas, con las manos a los costados y los ojos cerrados. El lobo no tardó en percatarse de que la anciana estaba muerta, pues no escuchaba el sonido de su respiración.

De pronto lo invadió la angustia. Volvía a sentirse tremendamente solo y desolado. Lleno de dolor, se subió a la cama y se acurrucó junto al cadáver de la mujer, mientras emitía agudos quejidos de pena.

Al caer la noche, el lobo se levantó y salió al exterior. Se sentó en el lugar donde la mujer le había curado al encontrarlo herido y alzó el hocico hacia el cielo estrellado, aullando su dolor. Así pasó la mayor parte de la noche, y a la mañana volvió a tumbarse junto a Labuelita, donde permaneció casi sin moverse durante varios días.



No tardó en empezar a sentir hambre de nuevo. Recorrió la cabaña en busca de comida, pero esta no duró mucho. Finalmente, una mañana, no le quedó más remedio que abandonar la cabaña en busca de alimento.

No se alejó demasiado, pero logró capturar un conejo que calmó su hambre. Decidido a volver a la cabaña, emprendió el camino de vuelta. Aún estaba a cierta distancia cuando escuchó un extraño trino. Nunca había oído un pájaro que silbara así. Intrigado, se dejó guiar por el sonido.
Llegó a las inmediaciones de una senda en el bosque y allí se agazapó entre unos arbustos. Pronto descubrió el origen de aquel sonido. Asombrado, vio que no se trataba de ningún ave, sino de un cachorro de humano. Una joven hembra que avanzaba por el camino emitiendo aquel sonido con los labios y andando descuidadamente. Se cubría el cuerpo y la cabeza con una tela de un intenso color rojo. Tymus intentó esconderse más entre las plantas, pero la criatura debió de percibirlo, pues se detuvo en seco y escrutó el lugar donde se ocultaba.

—¿Hola? ¿Quién está ahí? —La voz de la niña le recordó levemente a la de Labuelita. No lograba entender del todo lo que decía, pero captaba el significado de algunas cosas, pues se parecían a lo que había aprendido con la anciana— ¡Sal!

Ante la falta de respuesta, la niña se acercó. Vio el hocico de Tymus asomando entre los matorrales y se agachó junto a él.

—¡Ooh! Un perrito —Al escuchar su nombre, Tymus salió del escondite, inquieto y precavido, mirando con atención a la humana—. Me has asustado. Dicen que hay terribles monstruos en el bosque, pero mi mamá me aseguró que si seguía el camino hasta casa de la abuelita no me pasaría nada.

Aunque no entendió la mitad de lo que le decía, Tymus reconoció el nombre de la anciana. Animado, empezó a mover el rabo de un lado a otro. La niña se acercó más y alargó la mano para tocarle la cabeza.

Al sentir el contacto, Tymus se estremeció, recordando a los demás humanos que había conocido. Brincó para salir del camino y se adentró entre los árboles. Pudo oír a la niña que, tras recuperarse de la sorpresa, trataba de seguirlo, mientras iba gritando.

—No, espera. ¡No te vayas! Vuelve, perrito —Pero Tymus la ignoró, corriendo hacia la cabaña y huyendo de la pequeña humana.



Llegó a la cabaña atravesando el bosque. Estaba nervioso y asustado. De un salto se subió a la cama y se acurrucó entre las telas. El cadáver de Labuelita seguía ahí dentro, junto a él.

Al poco rato escuchó unos pasos que se acercaban, y reconoció la extraña melodía que silbara la niña en el camino. Se encogió todo lo que pudo donde estaba, preocupado por que volviera a encontrarle.

—Abuelita, ya estoy aquí. Perdona que llegue tarde. Me encontré con un lindo perrito en el camino, era muy grande pero no me dio miedo —La niña hablaba sin parar desde el exterior. Tymus solo entendía cosas sueltas—. Intenté acariciarle pero huyó entre los árboles. Mamá dijo que el bosque era peligroso, no quería que le pasara nada. Le seguí, saliendo del camino. Enseguida lo perdí de vista, pero yo ya no sabía dónde estaba. Estuve dando vueltas un buen rato hasta que llegué de nuevo al camino.

Las pisadas llegaron hasta la puerta de la cabaña y entraron. Tymus, oculto en la cama, vio la sombra que era la niña perfilada contra la luz del exterior.

—¿Abuelita? ¿Dónde estás? No te habrás enfadado conmigo, ¿verdad? —El lobo percibió el temor y la incertidumbre en el tono de la niña.

Con paso indeciso, la humana entró en la estancia, recorriendo con la mirada cada rincón, en busca de Labuelita. Cuando reparó en el bulto que había en la cama, se acercó. Las sombras ocultaban a Tymus y al cadáver.

Aún no muy segura, la niña se detuvo a un par de pasos de la cama. Arrugaba el entrecejo tratando de ver en la oscuridad.

—Abuelita, ¿estás ahí? —preguntó en apenas un murmullo—. ¿Estás enferma? Pero, abuelita, ¿qué es ese horrible olor?

Tymus permanecía quieto, esperando a ver qué hacia la niña. Esta escuchaba esperando oír la respuesta que no llegaba.

—Y abuela, ¿por qué tu respiración es tan fuerte y extraña?

El lobo observaba. Sus grandes ojos estaban clavados en la humana. De pronto, esta pareció ver algo en la oscuridad a la que miraba, pues se sobresaltó.

—Abuela… ¡pero qué ojos más grandes tienes! Y qué brillo tan extraño tienen. ¿Abuela, estás bien?

La niña se acercó a la cama y alargó una mano, tratando de localizar a la anciana. Tymus, viendo que aquella desconocida intentaba tocar a Labuelita, se alzó en la cama mostrando los dientes y gruñendo. No permitiría que nadie se acercara a la mujer muerta.

La niña dio un brinco hacía atrás, perdió el equilibrio y cayó de espaldas. Quedó sentada en el suelo, mirando al enorme lobo con temor.

—¿Pero que le has hecho a la abuelita? ¡Monstruo! —Tymus no entendía las palabras. Siguió emitiendo un gruñido ronco mientras dejaba ver sus afilados colmillos. Sus ojos brillaban peligrosos.

La niña, asustada, empezó a gritar. En respuesta, el lobo comenzó a ladrar. La situación permaneció así durante varios latidos del agitado corazón de Tymus.

Entonces se perfiló en la puerta el contorno de otra figura. Tymus vio que se trataba de otro humano, mucho más alto y fuerte que la niña. Aun cuando estaba a contraluz percibió la semejanza con aquellos primeros humanos que había conocido. Esto le trajo dolorosos y terribles recuerdos.

—No te muevas, niña. Yo me encargo de esta bestia asesina —habló con una voz grave. Después alzó algo que tenía en las manos. Se trataba de uno de aquellos palos curvados con los que habían matado al jefe de la manada de Tymus.

El lobo de pronto estaba asustado. Los recuerdos le instaban a tratar de huir, pues sabía que aquella criatura podía ser mortal. Pero no quería abandonar a Labuelita, que tanto le había cuidado y ayudado. Además, no tenía por donde escapar. El humano le bloqueaba el paso hacia la única salida que había.

Se giró hacia el hombre, dándole el costado a la niña, que ahora lloraba encogida sobre sí misma. El lobo empezó a gruñir más fuerte, de manera amenazadora. Los pelos del lomo se le erizaron cuando lanzó dentelladas al aire, en dirección al hombre.

Al ver que no lograba atemorizarlo, cogió impulso y saltó sobre él. Estaba en el aire cuando sintió un agudo dolor en el lomo. Cayó al suelo, de costado. Giró la cabeza para mirar y descubrir que una fina rama, con plumas de ave engarzadas en un extremo, se le había clavado entre las costillas. De la herida manaba sangre. Trató de levantarse, pero el dolor se lo impedía. Volvió a gruñir, pero el aire que salía por su garganta no tenía fuerza y tan solo emitió un suave quejido de dolor.

El humano se alzaba junto a él, amenazador, y lo miraba desde lo alto. Colocó otra de aquellas finas y rectas ramas en la posición correcta del palo largo y curvado. Antes de que el nuevo proyectil se le clavara entre los ojos, acallándolo para siempre, Tymus pudo oír al humano decir:

—Tranquila, niña. Ya ha pasado todo. El lobo feroz está muerto.



No debéis olvidar nunca la historia de Tymus, jóvenes lobeznos, y recordad que jamás debéis acercaros a los humanos. Son criaturas terribles y peligrosas, que solo traen dolor y muerte.




Historias de lobos - CC by-nc-nd 4.0 - Ana Victoria Gutiérrez Sánchez


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