miércoles, 19 de agosto de 2015

La Gema del Dragón

Vuelvo con otro de los relatos participante en los retos de Fantasitura. El mes de Julio fue un mes especial pues el reto celebrado era de la temática favorita de todos los foreros, la fantasía heróica y épica.
En esta ocasión presenté un relato en parte relacionado con otro que escribí hace un tiempo para otro reto similar. Aquel relato, "La Leyenda de Gromish", presentaba un mundo de fantasía en el que humanos y dragones se enfrentaban. Este nuevo relato sucede muchos años más tarde en el mismo lugar.
Aquí os dejo el relato, que quedó en una segunda posición, tras realizar un par de correcciones.



El caballo se detuvo en lo alto de la ladera, donde el camino ascendente se tornaba cuesta abajo, hacia el profundo valle entre las montañas. El jinete observó el paisaje que se mostraba ante sus ojos. El brillo de la luna en el cielo hacía resplandecer las aguas del río que serpenteaba en el fondo, otorgando un aire irreal a la ciudad que se extendía a ambas orillas. Altas torres se elevaban hacia el cielo, intentando imitar, sin lograrlo, la grandiosidad de las cumbres que las rodeaban.
Un suspiro se escapó del pecho del jinete cuando llevó la mano a la pequeña bolsa que tenía sujeta al costado. En su interior podía sentir la forma de la piedra fría y angulosa que contenía. “De vuelta en casa”, pensó. Un viento fresco agitó su capa cuando espoleó a la montura, instándola a emprender el descenso hacia las puertas de la muralla que rodeaba la ciudad de Kyrea.


La joven despertó sobresaltada a causa de los golpes. En la quietud del sueño, la suave llamada en la puerta pareció retumbar por la pequeña habitación. Se incorporó en el lecho, todavía aturdida. El leve resplandor que entraba por la ranura que hacía las veces de ventana le indicó que faltaba muy poco para el amanecer.
Los golpes en la puerta se repitieron. Apresuradamente, la chica se recompuso lo mejor que pudo el camisón con el que había dormido y abrió.
¡Por los dioses! No es posible.
Al otro lado de la puerta había un hombre joven con aspecto cansado. Sus ropajes estaban polvorientos y rasgados, lo que, junto al olor a caballo que desprendía, le indicó que el viaje no había sido corto. Unos cabellos oscuros y largos enmarcaban un rostro que, a pesar de la suciedad y las marcas de cansancio, resultaba hermoso. Una incipiente barba remarcaba la forma de su mandíbula.
La joven se vio reflejada en unos brillantes ojos grises que le devolvían una mirada que expresaba muchas cosas: alivio, inquietud, pesar y, en lo más profundo, reconocimiento. Unos ojos que eran una copia de los suyos propios.
—Hola, Maila —dijo él, en un susurro grave, mientras una sonrisa nerviosa asomaba a sus labios—. Me alegro de haberte encontrado al fin.
Ella tardó en responder, todavía sorprendida, aunque todo rastro de somnolencia había desaparecido.
—Bienvenido, Vandir —dijo finalmente, devolviéndole la sonrisa—. Ha pasado mucho tiempo, hermano.


La tarde avanzaba con lentitud mientras los dos jóvenes, sentados en la hierba de la ladera de una de las montañas que rodeaban el valle, disfrutaban del impresionante espectáculo natural que les rodeaba. La cordillera de Herya se mostraba ante ellos en toda su magnificencia. Los hermanos observaban el paisaje y hablaban, tratando de encontrar la manera de volver a unir el lazo que la distancia y el tiempo habían, aunque no roto, sí debilitado.
A la luz del sol, el parecido entre ambos era evidente. Rostros de rasgos similares, cabellos negros como la noche, ojos de un gris brillante.
—¿Sabes? —comentó Vandir, con la mirada perdida en la distancia—. Aquella noche, cuando madre me despertó y me dijo que la acompañase, estaba tan confuso que tardé mucho tiempo en asimilar lo que aquello significaba. Dejar la ciudad, dejaros a ti y a padre atrás para quizás no volver a veros nunca más… Y todo sin ninguna explicación. Durante años le pregunté, intentando entender qué le había llevado a tomar esa decisión. Mas nunca obtuve respuesta alguna.
Maila se volvió hacia él, estudiando su rostro y tratando de encontrar en él rastros del niño que una vez conoció.
—Recuerdo la mañana siguiente —dijo ella tras un largo silencio—. Pasé horas y horas buscándoos, a ti y a madre. Por la casa, por la ciudad, incluso en los campos. Al caer la tarde volví a casa y encontré a padre llorando. Entonces me abrazó y me dijo que todo saldría bien. Nunca más volví a verle derramar una lágrima, nunca más volvió a mencionaros, pero yo sabía que en lo profundo de su alma todos los días, mientras vivió, pensaba en vosotros. Con tristeza y pesar, pero sin odio hacia madre por dejarnos.
Vandir giró el rostro para mirar a su hermana a los ojos.
—Ella no os abandonó —dijo, con voz firme—. Huía de algo. Nunca me lo dijo, pero hace ya años que sospecho que esa separación la organizaron entre los dos. Padre y madre.
El joven metió la mano en la bolsa que llevaba atada al cinturón y extrajo su contenido. Después la extendió hacia ella, abriendo la palma. La pequeña piedra, tallada en un prisma de múltiples caras planas, resplandecía con los colores del arcoíris al reflejar la luz del sol.
—Hace unos meses, en un camino —explicó él—, unos hombres nos atacaron. Logramos huir, pero madre resultó herida de gravedad. —Vandir hizo una pausa, le costaba hablar de aquello.—. Tardó pocas horas en morir, pero antes me dio esto. Me dijo que era por lo que nos habíamos ido de Kyrea. No llegó a explicarme más, tan solo me hizo prometer que la guardaría y protegería. Al quedarme solo no sabía qué hacer, así que decidí regresar en busca de respuestas.
Un largo silencio se extendió entre ambos. Vandir, sumido en los recuerdos que aquel trágico momento. Maila, asimilando la noticia y tratando de descubrir qué sentimiento despertaba en su interior. Hacía años que no veía a su madre, desde la noche en que esta se marchó, sin ni siquiera despedirse de su hija.
—¿Ves aquel pico de allí, el monte Posnum? —Señaló al fin ella, rompiendo el silencio e indicando con un dedo la cumbre más alta, cuya cima se perdía entre las nubes— En lo alto hay una gigantesca estatua. —Vandir asintió con la cabeza, dando a entender que recordaba parte de aquella historia—. Representa la victoria del rey Khulgar sobre los dragones que moraban en estas tierras antes de la llegada de los humanos. Padre me contó que una leyenda dice que Hairon, el poderoso hechicero que acompañaba al rey, se apiadó del alma del último gran dragón y, antes de que muriera, encerró su alma en una gema. Se dice que entre los descendientes de aquel mago habrá uno capaz de despertar el alma del dragón y dominarlo.
Ambos hermanos miraron, pensativos, la piedra que relucía en la mano de Vandir.
—¿Crees qué esta piedra…? —empezó a decir él, sin lograr terminar la pregunta.
Como única respuesta, un encogimiento de hombros de Maila. Después, la chica fijó la mirada en las alturas, como si pudiera ver, entre la masa de nubes, aquella estatua que había descrito.


La taberna estaba atestada de gente, pero se hizo el silencio cuando entraron. Media docena de hombres armados, sucios y de ropajes mugrientos, sin ningún emblema que los identificara. “Mercenarios”, pensó el tabernero al tiempo que, con un suspiro, se dirigía a ellos.
—¿Qué puedo ofrecerles, caballeros? Tenemos un vino estupendo, y si quieren cenar aún queda algo de estofado en la cazuela.
El que parecía el jefe del grupo deslizó la mirada por la estancia, inspeccionando rostros. Después se volvió hacia el tabernero e, ignorando su ofrecimiento, le dijo:
—Buscamos a un hombre. Un joven de cabellos negros.
—Con esa descripción encaja la mitad de la población de la ciudad, señor —respondió el tabernero.
—Ojos grises. Alto. Tiene que haber llegado hace poco a la ciudad.
—Lo siento, no me suena.
Y aunque me sonase, no creo que te lo dijera”, pensó para sí el hombre, cada vez más incómodo.
A un gesto del líder, los mercenarios se dispersaron por la sala, preguntando entre los presentes.


Dos figuras avanzaban por las calles desiertas. Era de noche y la ciudad estaba en silencio. “¿Es posible que Vandir tenga la piedra de las leyendas que me contaba padre?”, pensaba Maila, mientras caminaba junto a su hermano de vuelva a su casa. “¿Tendrá razón al pensar que todo lo organizaron entre los dos?”. La joven estaba demasiado confundida con todas las emociones de los últimos días.
De pronto, al desviarse de una calle principal e internarse en otra más estrecha, tres sombras aparecieron ante ellos. Hombres corpulentos y armados, cuya imagen hizo estremecerse a Maila. Notó cómo Vandir se ponía tenso a su lado.
—Volvemos a encontrarnos —dijo uno de los hombres, dirigiéndose al chico—. Y por lo que veo, has cambiado a compañías más jóvenes —soltó una carcajada.
Maila se volvió hacia atrás, dispuesta a salir de allí. Pero se encontró con que otros tres hombres les habían cerrado la retirada.
—Vamos, dame la piedra —exigió el líder—. No tengo motivo alguno para haceros daño. Solo quiero ese pedrusco que escondes.
—¿Por qué lo queréis? —exigió saber Vandir, hablando por primera vez con el desconocido—. No es más que una reliquia familiar.
—Solo cumplo órdenes —respondió, con un encogimiento de hombros—. El mago que nos contrató quiere la piedra. A cualquier precio —añadió—. Pero yo no tengo ningún interés especial en haceros daño. Solo quiero conseguir lo que me han pedido y cobrar mi dinero.
Vandir no respondió. Llevó la mano a la bolsa que contenía la piedra. Maila casi pudo leer sus pensamientos. “Está dudando. Para él la piedra no significa nada, ni siquiera sabía de su existencia hasta hace poco. Pero madre murió por ella. Le pidió que la protegiera. Y ahora se pregunta si será la gema de la leyenda.” El joven apretó la mandíbula, su mirada se endureció.
—Está bien —dijo el mercenario—. Si no me la das por las buenas, la cogeremos por las malas.
Hizo un gesto a los dos hombres que tenía a los lados, y estos desenvainaron sus espadas y se dirigieron, amenazantes, hacia Vandir.
—Aléjate, Maila —ordenó, y el tono autoritario de su voz hizo obedecer de inmediato a la joven, que se pegó a la pared del callejón.
El hombre de la derecha se lanzó, blandiendo su espada, hacia Vandir. Este, desarmado, se agachó con agilidad para esquivar la primera estocada y, con un rápido movimiento, agarró al hombre por las piernas haciendo que perdiera el equilibrio y cayese soltando el arma. Vandir se adueñó de ella justo a tiempo de detener al otro mercenario.
Maila observaba la pelea asombrada. “Se mueve ágil como un gato. ¿Dónde habrá aprendido a pelear así?”. El joven derribó al segundo atacante, alcanzándole con el filo en un muslo. Con una fuerte patada en el pecho, impidió al que le había robado la espada que se levantara.
—¡Cuidado! —gritó ella, cuando vio que los tres hombres que tenían a la espalda se acercaban a la vez a su hermano. Este se giró con rapidez, de nuevo a tiempo para detener sus estocadas.
Se movía con habilidad, parando o esquivando los golpes y aprovechando las oportunidades que tenía para atacar él. Pero eran tres contra uno, y pronto se les unió el jefe. A pesar de su velocidad y agilidad, Vandir no tardó en recibir varias heridas. Le sangraba el hombro derecho y cojeaba, y de pronto la punta de un arma le atravesó el vientre.
—¡Nooo! —chilló Maila, saltando sobre uno de los atacantes, tratando de arañarle el rostro. Pero el hombre consiguió quitársela de encima y, con un fuerte empujón, la lanzó de vuelta contra la pared. El golpe le dejó sin respiración por unos instantes, y cayó al suelo.
El líder de los mercenarios se agachó junto al cuerpo de Vandir y cogió la bolsita. Tras comprobar que lo que buscaba estaba allí, la guardó.
—Vámonos —dijo a sus hombres—. Hemos acabado aquí.
Maila vio a los seis hombres alejarse. Dos de ellos cojeaban y a otro lo tenía que sostener un compañero. Cuando se perdieron en la oscuridad, se incorporó con un quejido y se acercó a su hermano.
Vandir se encontraba rodeado por un charco de sangre, roja y pegajosa, que se hacía lentamente más grande. Respiraba con dificultad y, cuando Maila se inclinó sobre él, sus ojos la miraron con un brillo apagado. La chica desgarró su ropa para hacer una improvisada venda con la que trató de cubrir las heridas.


Horas más tarde, el cuerpo de Vandir descansaba sobre la cama de Maila. La joven había logrado detener la hemorragia y las heridas ya no sangraban. Pero la respiración del chico era apenas un suspiro leve. Su mirada se perdía en un vació más allá del techo del pequeño cuarto.
—Aguanta, Vandir —suplicó ella—. Tienes que sobrevivir. No me dejes otra vez ahora que acabamos de encontrarnos de nuevo.
Él le escuchó y, con un gran esfuerzo, giró la cabeza y le miró a los ojos llorosos. A pesar de que su vista se nublaba, pudo ver en aquellos ojos un brillo distinto. El gris habitual de los iris de su hermana parecía ir desapareciendo con las lágrimas, como si estas quitaran una capa de pintura que ocultaba algo distinto debajo, dando paso a un dorado llameante.
—Te he visto luchar, Vandir. Hay algo… extraño… diferente… en ti —siguió ella—. Creo que ahora lo entiendo todo. Hairon, el hechicero, es nuestro antepasado. Padre me lo dijo muchas veces, nunca directamente, pero lo insinuó. Solo ahora lo he comprendido. Vandir, tú eres aquel del que habla la leyenda. Por eso madre te dio la piedra. Tú puedes despertar el alma del dragón.
Maila gritaba, casi chillaba, mientras un río de lágrimas resbalaba por sus mejillas. Pero calló cuando Vandir movió los labios para hablar, en un susurro débil y ronco.
—Te equivocas…, Maila… Yo… yo no soy…
La frase quedó inacabada, consumiendo el último aliento de Vandir. Los ojos grises, fijos en los de Maila, perdieron todo rastro de brillo.


El grupo de mercenarios había salido del valle, alejándose por el camino entre las montañas. Cuando Talmar consideró que estaban lo suficientemente lejos, y viendo que las heridas de algunos de sus hombres no dejaban de sangrar, decidió acampar en una pequeña explanada.
Dos de los heridos estaban tumbados junto a un chispeante fuego en el que otros dos cocinaban un par de conejos que habían cazado por las cercanías. El quinto mercenario hacía guardia, dando vueltas en un perímetro alrededor del improvisado campamento. Talmar se sentaba recostado en un tronco, en su mano la piedra que había robado. “Demasiado tiempo y distancia para buscar esto. No sé por qué lo querrá el mago ese, pero espero que me pague todo lo que me prometió. El pequeño objeto parecía tallado con precisión y resultaba frio al tacto. A pesar de su brillo, el hombre no creía que se tratara de ninguna joya. “Es algo más… más misterioso, mágico.
—Jefe —dijo uno de los heridos, como leyendo sus pensamientos—, ¿para qué cree que valdrá esa piedra?
—Ni lo sé ni me importa —respondió él, no muy convencido de que fuera verdad. Al fin y al cabo la curiosidad era un defecto que siempre había tenido, y que algún día le costaría caro—. Lo único que debe preocuparnos es llevar esto al que nos contrató y recibir el pago.
—Ese chico —intervino en la conversación otro hombre—, había algo extraño en él. La manera en la que se movía y luchaba. Demasiado hábil para alguien tan joven, y más teniendo en cuenta la vida que llevaba, siempre viajando con su madre.
—¿Y visteis a la chica? —dijo el primero—. Había algo inquietante en ella…
Se hizo el silencio en el pequeño grupo. Talmar seguía observando la piedra, que a la luz del fuego relucía como si se tratase de una estrella del firmamento que hubiera caído a la tierra. De pronto sintió como la gema aumentaba de temperatura. Con un gemido la dejó caer al suelo, lejos de él.
—¿Qué sucede, Jefe? —preguntó uno de sus hombres. Pero no obtuvo respuesta.
Los cinco clavaron la vista en la piedra que, en el suelo, estaba adquiriendo un brillo más intenso, casi cegador. “¿Qué demonios está sucediendo?”, se preguntó Talmar, fascinado a la vez que asustando. La luz empezó a titilar, cambiado de color, desde el tono anaranjado inicial a un verde brillante, después azul y por último morado. Finalmente, se apagó y se volvió completamente negra, más oscura que una noche sin luna.
Un viento frío envolvió a los mercenarios, tan fuerte que la hoguera se apagó, dejándolos en una oscuridad tan solo rota por el suave brillo de la luna. Entonces un fuerte chasquido retumbó en la noche y fragmentos de piedra salieron disparados en todas direcciones cuando la gema se hizo pedazos. Algunos alcanzaron a los hombres, produciéndoles pequeñas pero profundas heridas sangrantes.
Donde había estado la piedra había ahora una bola de humo negro que parecía moverse con vida propia. Flotaba a escasos centímetros del suelo hasta que, de pronto, se elevó hasta la altura del pecho de un hombre y, cogiendo velocidad, se alejó por el camino, en dirección a la ciudad de Kyrea.
—¿Estáis todos bien? —preguntó Talmar a sus hombres, confuso por lo que acaba de presenciar.
—Sí, señor —respondió uno de los heridos en la batalla.
—No todos, señor —dijo, sin embargo, el que había estado junto al fuego, mirando a su compañero. El cuerpo del mercenario estaba tirado en el suelo, sobre un charco de sangre que se derramaba de la cuenca de su ojo, donde uno de los fragmentos había penetrado con tal fuerza que reventó el globo ocular y se incrustó en el cerebro.
En ese momento apareció corriendo el sexto mercenario, el que, algo alejado, había estado haciendo la guardia. Parecía aterrado y jadeaba.
—Señor… —empezó a decir, tomando aire—. Algo se acerca. Una… una gigantesca sombra… Desde la ciudad…
Apenas había terminado de hablar cuando el cielo se oscureció. Al alzar la vista, Talmar vio una inmensa silueta negra en lo alto. Unas alas enormes que se agitaban silenciosas en lo alto, una cola que se sacudía de un lado para otro, y una cabeza de la que sobresalían unos colmillos igual de negros. Tan solo un par de ojos, dorados, resaltaban en la penumbra. Unos ojos que los miraban con furia.
Antes de poder reaccionar, la enorme bestia se abalanzó sobre ellos, abriendo las mandíbulas en un rugido que no emitió ruido alguno, pero que hizo temblar el aire alrededor de los hombres. Aterrados, estos intentaron huir, pero una inmensa llamarada surgió de la criatura y envolvió en sus llamas a tres de ellos.
Talmar oyó a sus hombres gritar mientras el olor a carne quemada se extendía por la llanura. Sacó su espada, en un vano intento por defenderse cuando una de las zarpas se alzó sobre él. Pero el acero atravesó al ser como si de humo se tratase. El mercenario apenas tuvo tiempo de sorprenderse cuando las garras se clavaron en su torso, desgarrando la carne y haciendo que entrañas y sangre se desparramaran a sus pies.
No llegó a notar cómo su cuerpo chocaba contra el suelo.


Minutos más tarde, Maila observa los cadáveres chamuscados y destrozados a su alrededor. Siente la ira todavía latiendo en su interior, apagándose lentamente. Aquellos son los hombres que han matado a su recién reencontrado hermano.
Puede sentir en su interior la presencia de otra alma, poderosa, antigua, y sedienta de venganza. “¿Qué eres? ¿Quién eres?”, pregunta en su interior. No logra entender qué ha sucedido. Lo último que recuerda es a Vandir muriendo, mientras le dice algo.
“Me llamo Gromish”, responde una voz en su interior, grave y profunda, “el último de los nwonsie. Y es hora de vengar a los míos.
Maila siente cómo el poder de su interior crece y la envuelve. No puede detenerlo, pero tampoco quiere. Se siente viva, libre y poderosa. Su cuerpo empieza a transformarse, disolviéndose en una sombra negra, inmensa. Un cuerpo inmaterial hecho de oscuridad que, sin embargo, es capaz de interactuar con el mundo que le rodea. Alza el vuelo con un batir de sus fuertes alas. Y se eleva hacia lo alto, sobre las montañas.
El mundo a sus pies no es el mismo que conociera antaño, pero las altas cumbres que fueran su hogar apenas han sufrido cambios. Salvo por una cosa, una estatua construida por el hombre, en lo alto del monte Posnum. Un hombre cubierto por una armadura de escamas alza su espada hacia el cuerpo de un dragón con las fauces abiertas. El odio le invade al verlo y se dirige hacia allí, furioso.
Un remolino de sombras, garras y llamas ardientes como el sol envuelven la estatua. Esta estalla en pedazos que ruedan por la ladera de la montaña hasta perderse en la lejanía del valle.
Posado en lo alto, entre los restos de aquel monumento que durante cientos de años ha simbolizado la caída de su raza, el inmenso dragón lanza un rugido silencioso a la noche que llega a su fin. Sus ojos brillan con un centelleo dorado, tan luminoso como el astro que empieza a asomar en el horizonte.
“Hora de vengar a los míos”, repite para sí, antes de alzar el vuelo de nuevo y alejarse entre las nubes, en dirección a los reinos humanos. El alma de un dragón, la sombra de una criatura extinta y majestuosa. Gromish, la sombra alada.
Y la esencia de una joven humana, la heredera del más poderoso de los hechiceros.



La Gema del Dragón - CC by-nc-nd 4.0 - Ana Victoria Gutiérrez Sánchez

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