En esta ocasión presenté un relato en parte relacionado con otro que escribí hace un tiempo para otro reto similar. Aquel relato, "La Leyenda de Gromish", presentaba un mundo de fantasía en el que humanos y dragones se enfrentaban. Este nuevo relato sucede muchos años más tarde en el mismo lugar.
Aquí os dejo el relato, que quedó en una segunda posición, tras realizar un par de correcciones.
El caballo se detuvo en lo alto
de la ladera, donde el camino ascendente se tornaba cuesta abajo, hacia el
profundo valle entre las montañas. El jinete observó el paisaje que se mostraba
ante sus ojos. El brillo de la luna en el cielo hacía resplandecer las aguas
del río que serpenteaba en el fondo, otorgando un aire irreal a la ciudad que
se extendía a ambas orillas. Altas torres se elevaban hacia el cielo,
intentando imitar, sin lograrlo, la grandiosidad de las cumbres que las rodeaban.
Un suspiro se escapó del pecho
del jinete cuando llevó la mano a la pequeña bolsa que tenía sujeta al costado.
En su interior podía sentir la forma de la piedra fría y angulosa que contenía.
“De vuelta en casa”, pensó. Un viento
fresco agitó su capa cuando espoleó a la montura, instándola a emprender el
descenso hacia las puertas de la muralla que rodeaba la ciudad de Kyrea.
La joven despertó sobresaltada a
causa de los golpes. En la quietud del sueño, la suave llamada en la puerta
pareció retumbar por la pequeña habitación. Se incorporó en el lecho, todavía
aturdida. El leve resplandor que entraba por la ranura que hacía las veces de
ventana le indicó que faltaba muy poco para el amanecer.
Los golpes en la puerta se
repitieron. Apresuradamente, la chica se recompuso lo mejor que pudo el camisón
con el que había dormido y abrió.
“¡Por los dioses! No es posible.”
Al otro lado de la puerta había
un hombre joven con aspecto cansado. Sus ropajes estaban polvorientos y
rasgados, lo que, junto al olor a caballo que desprendía, le indicó que el
viaje no había sido corto. Unos cabellos oscuros y largos enmarcaban un rostro
que, a pesar de la suciedad y las marcas de cansancio, resultaba hermoso. Una
incipiente barba remarcaba la forma de su mandíbula.
La joven se vio reflejada en unos
brillantes ojos grises que le devolvían una mirada que expresaba muchas cosas: alivio,
inquietud, pesar y, en lo más profundo, reconocimiento. Unos ojos que eran una copia
de los suyos propios.
—Hola, Maila —dijo él, en un
susurro grave, mientras una sonrisa nerviosa asomaba a sus labios—. Me alegro
de haberte encontrado al fin.
Ella tardó en responder, todavía
sorprendida, aunque todo rastro de somnolencia había desaparecido.
—Bienvenido, Vandir —dijo
finalmente, devolviéndole la sonrisa—. Ha pasado mucho tiempo, hermano.
La tarde avanzaba con lentitud
mientras los dos jóvenes, sentados en la hierba de la ladera de una de las montañas
que rodeaban el valle, disfrutaban del impresionante espectáculo natural que
les rodeaba. La cordillera de Herya se mostraba ante ellos en toda su
magnificencia. Los hermanos observaban el paisaje y hablaban, tratando de
encontrar la manera de volver a unir el lazo que la distancia y el tiempo
habían, aunque no roto, sí debilitado.
A la luz del sol, el parecido
entre ambos era evidente. Rostros de rasgos similares, cabellos negros como la
noche, ojos de un gris brillante.
—¿Sabes? —comentó Vandir, con la
mirada perdida en la distancia—. Aquella noche, cuando madre me despertó y me
dijo que la acompañase, estaba tan confuso que tardé mucho tiempo en asimilar
lo que aquello significaba. Dejar la ciudad, dejaros a ti y a padre atrás para
quizás no volver a veros nunca más… Y todo sin ninguna explicación. Durante
años le pregunté, intentando entender qué le había llevado a tomar esa
decisión. Mas nunca obtuve respuesta alguna.
Maila se volvió hacia él,
estudiando su rostro y tratando de encontrar en él rastros del niño que una vez
conoció.
—Recuerdo la mañana siguiente
—dijo ella tras un largo silencio—. Pasé horas y horas buscándoos, a ti y a
madre. Por la casa, por la ciudad, incluso en los campos. Al caer la tarde
volví a casa y encontré a padre llorando. Entonces me abrazó y me dijo que todo
saldría bien. Nunca más volví a verle derramar una lágrima, nunca más volvió a
mencionaros, pero yo sabía que en lo profundo de su alma todos los días,
mientras vivió, pensaba en vosotros. Con tristeza y pesar, pero sin odio hacia
madre por dejarnos.
Vandir giró el rostro para mirar
a su hermana a los ojos.
—Ella no os abandonó —dijo, con
voz firme—. Huía de algo. Nunca me lo dijo, pero hace ya años que sospecho que
esa separación la organizaron entre los dos. Padre y madre.
El joven metió la mano en la
bolsa que llevaba atada al cinturón y extrajo su contenido. Después la extendió
hacia ella, abriendo la palma. La pequeña piedra, tallada en un prisma de
múltiples caras planas, resplandecía con los colores del arcoíris al reflejar
la luz del sol.
—Hace unos meses, en un camino
—explicó él—, unos hombres nos atacaron. Logramos huir, pero madre resultó
herida de gravedad. —Vandir hizo una pausa, le costaba hablar de aquello.—. Tardó
pocas horas en morir, pero antes me dio esto. Me dijo que era por lo que nos
habíamos ido de Kyrea. No llegó a explicarme más, tan solo me hizo prometer que
la guardaría y protegería. Al quedarme solo no sabía qué hacer, así que decidí
regresar en busca de respuestas.
Un largo silencio se extendió
entre ambos. Vandir, sumido en los recuerdos que aquel trágico momento. Maila,
asimilando la noticia y tratando de descubrir qué sentimiento despertaba en su
interior. Hacía años que no veía a su madre, desde la noche en que esta se
marchó, sin ni siquiera despedirse de su hija.
—¿Ves aquel pico de allí, el
monte Posnum? —Señaló al fin ella, rompiendo el silencio e indicando con un
dedo la cumbre más alta, cuya cima se perdía entre las nubes— En lo alto hay
una gigantesca estatua. —Vandir asintió con la cabeza, dando a entender que
recordaba parte de aquella historia—. Representa la victoria del rey Khulgar
sobre los dragones que moraban en estas tierras antes de la llegada de los
humanos. Padre me contó que una leyenda dice que Hairon, el poderoso hechicero
que acompañaba al rey, se apiadó del alma del último gran dragón y, antes de
que muriera, encerró su alma en una gema. Se dice que entre los descendientes
de aquel mago habrá uno capaz de despertar el alma del dragón y dominarlo.
Ambos hermanos miraron,
pensativos, la piedra que relucía en la mano de Vandir.
—¿Crees qué esta piedra…? —empezó
a decir él, sin lograr terminar la pregunta.
Como única respuesta, un encogimiento
de hombros de Maila. Después, la chica fijó la mirada en las alturas, como si
pudiera ver, entre la masa de nubes, aquella estatua que había descrito.
La taberna estaba atestada de
gente, pero se hizo el silencio cuando entraron. Media docena de hombres
armados, sucios y de ropajes mugrientos, sin ningún emblema que los
identificara. “Mercenarios”, pensó el
tabernero al tiempo que, con un suspiro, se dirigía a ellos.
—¿Qué puedo ofrecerles,
caballeros? Tenemos un vino estupendo, y si quieren cenar aún queda algo de
estofado en la cazuela.
El que parecía el jefe del grupo
deslizó la mirada por la estancia, inspeccionando rostros. Después se volvió
hacia el tabernero e, ignorando su ofrecimiento, le dijo:
—Buscamos a un hombre. Un joven
de cabellos negros.
—Con esa descripción encaja la
mitad de la población de la ciudad, señor —respondió el tabernero.
—Ojos grises. Alto. Tiene que
haber llegado hace poco a la ciudad.
—Lo siento, no me suena.
“Y aunque me sonase, no creo que te lo dijera”, pensó para sí el
hombre, cada vez más incómodo.
A un gesto del líder, los
mercenarios se dispersaron por la sala, preguntando entre los presentes.
Dos figuras avanzaban por las
calles desiertas. Era de noche y la ciudad estaba en silencio. “¿Es posible que Vandir tenga la piedra de
las leyendas que me contaba padre?”, pensaba Maila, mientras caminaba junto
a su hermano de vuelva a su casa. “¿Tendrá
razón al pensar que todo lo organizaron entre los dos?”. La joven estaba
demasiado confundida con todas las emociones de los últimos días.
De pronto, al desviarse de una
calle principal e internarse en otra más estrecha, tres sombras aparecieron
ante ellos. Hombres corpulentos y armados, cuya imagen hizo estremecerse a
Maila. Notó cómo Vandir se ponía tenso a su lado.
—Volvemos a encontrarnos —dijo
uno de los hombres, dirigiéndose al chico—. Y por lo que veo, has cambiado a
compañías más jóvenes —soltó una carcajada.
Maila se volvió hacia atrás,
dispuesta a salir de allí. Pero se encontró con que otros tres hombres les
habían cerrado la retirada.
—Vamos, dame la piedra —exigió el
líder—. No tengo motivo alguno para haceros daño. Solo quiero ese pedrusco que
escondes.
—¿Por qué lo queréis? —exigió
saber Vandir, hablando por primera vez con el desconocido—. No es más que una
reliquia familiar.
—Solo cumplo órdenes —respondió,
con un encogimiento de hombros—. El mago que nos contrató quiere la piedra. A
cualquier precio —añadió—. Pero yo no tengo ningún interés especial en haceros
daño. Solo quiero conseguir lo que me han pedido y cobrar mi dinero.
Vandir no respondió. Llevó la
mano a la bolsa que contenía la piedra. Maila casi pudo leer sus pensamientos. “Está dudando. Para él la piedra no significa
nada, ni siquiera sabía de su existencia hasta hace poco. Pero madre murió por
ella. Le pidió que la protegiera. Y ahora se pregunta si será la gema de la
leyenda.” El joven apretó la mandíbula, su mirada se endureció.
—Está bien —dijo el mercenario—.
Si no me la das por las buenas, la cogeremos por las malas.
Hizo un gesto a los dos hombres
que tenía a los lados, y estos desenvainaron sus espadas y se dirigieron,
amenazantes, hacia Vandir.
—Aléjate, Maila —ordenó, y el
tono autoritario de su voz hizo obedecer de inmediato a la joven, que se pegó a
la pared del callejón.
El hombre de la derecha se lanzó,
blandiendo su espada, hacia Vandir. Este, desarmado, se agachó con agilidad
para esquivar la primera estocada y, con un rápido movimiento, agarró al hombre
por las piernas haciendo que perdiera el equilibrio y cayese soltando el arma.
Vandir se adueñó de ella justo a tiempo de detener al otro mercenario.
Maila observaba la pelea
asombrada. “Se mueve ágil como un gato.
¿Dónde habrá aprendido a pelear así?”. El joven derribó al segundo
atacante, alcanzándole con el filo en un muslo. Con una fuerte patada en el
pecho, impidió al que le había robado la espada que se levantara.
—¡Cuidado! —gritó ella, cuando
vio que los tres hombres que tenían a la espalda se acercaban a la vez a su
hermano. Este se giró con rapidez, de nuevo a tiempo para detener sus
estocadas.
Se movía con habilidad, parando o
esquivando los golpes y aprovechando las oportunidades que tenía para atacar
él. Pero eran tres contra uno, y pronto se les unió el jefe. A pesar de su
velocidad y agilidad, Vandir no tardó en recibir varias heridas. Le sangraba el
hombro derecho y cojeaba, y de pronto la punta de un arma le atravesó el
vientre.
—¡Nooo! —chilló Maila, saltando
sobre uno de los atacantes, tratando de arañarle el rostro. Pero el hombre
consiguió quitársela de encima y, con un fuerte empujón, la lanzó de vuelta
contra la pared. El golpe le dejó sin respiración por unos instantes, y cayó al
suelo.
El líder de los mercenarios se
agachó junto al cuerpo de Vandir y cogió la bolsita. Tras comprobar que lo que
buscaba estaba allí, la guardó.
—Vámonos —dijo a sus hombres—.
Hemos acabado aquí.
Maila vio a los seis hombres
alejarse. Dos de ellos cojeaban y a otro lo tenía que sostener un compañero.
Cuando se perdieron en la oscuridad, se incorporó con un quejido y se acercó a
su hermano.
Vandir se encontraba rodeado por
un charco de sangre, roja y pegajosa, que se hacía lentamente más grande.
Respiraba con dificultad y, cuando Maila se inclinó sobre él, sus ojos la
miraron con un brillo apagado. La chica desgarró su ropa para hacer una
improvisada venda con la que trató de cubrir las heridas.
Horas más tarde, el cuerpo de
Vandir descansaba sobre la cama de Maila. La joven había logrado detener la
hemorragia y las heridas ya no sangraban. Pero la respiración del chico era
apenas un suspiro leve. Su mirada se perdía en un vació más allá del techo del
pequeño cuarto.
—Aguanta, Vandir —suplicó ella—.
Tienes que sobrevivir. No me dejes otra vez ahora que acabamos de encontrarnos
de nuevo.
Él le escuchó y, con un gran
esfuerzo, giró la cabeza y le miró a los ojos llorosos. A pesar de que su vista
se nublaba, pudo ver en aquellos ojos un brillo distinto. El gris habitual de
los iris de su hermana parecía ir desapareciendo con las lágrimas, como si
estas quitaran una capa de pintura que ocultaba algo distinto debajo, dando
paso a un dorado llameante.
—Te he visto luchar, Vandir. Hay
algo… extraño… diferente… en ti —siguió ella—. Creo que ahora lo entiendo todo.
Hairon, el hechicero, es nuestro antepasado. Padre me lo dijo muchas veces,
nunca directamente, pero lo insinuó. Solo ahora lo he comprendido. Vandir, tú
eres aquel del que habla la leyenda. Por eso madre te dio la piedra. Tú puedes
despertar el alma del dragón.
Maila gritaba, casi chillaba,
mientras un río de lágrimas resbalaba por sus mejillas. Pero calló cuando
Vandir movió los labios para hablar, en un susurro débil y ronco.
—Te equivocas…, Maila… Yo… yo no
soy…
La frase quedó inacabada,
consumiendo el último aliento de Vandir. Los ojos grises, fijos en los de
Maila, perdieron todo rastro de brillo.
El grupo de mercenarios había
salido del valle, alejándose por el camino entre las montañas. Cuando Talmar
consideró que estaban lo suficientemente lejos, y viendo que las heridas de
algunos de sus hombres no dejaban de sangrar, decidió acampar en una pequeña
explanada.
Dos de los heridos estaban
tumbados junto a un chispeante fuego en el que otros dos cocinaban un par de
conejos que habían cazado por las cercanías. El quinto mercenario hacía
guardia, dando vueltas en un perímetro alrededor del improvisado campamento. Talmar
se sentaba recostado en un tronco, en su mano la piedra que había robado. “Demasiado tiempo y distancia para buscar
esto. No sé por qué lo querrá el mago ese, pero espero que me pague todo lo que
me prometió.” El pequeño objeto
parecía tallado con precisión y resultaba frio al tacto. A pesar de su brillo,
el hombre no creía que se tratara de ninguna joya. “Es algo más… más misterioso, mágico.”
—Jefe —dijo uno de los heridos,
como leyendo sus pensamientos—, ¿para qué cree que valdrá esa piedra?
—Ni lo sé ni me importa
—respondió él, no muy convencido de que fuera verdad. Al fin y al cabo la
curiosidad era un defecto que siempre había tenido, y que algún día le costaría
caro—. Lo único que debe preocuparnos es llevar esto al que nos contrató y
recibir el pago.
—Ese chico —intervino en la
conversación otro hombre—, había algo extraño en él. La manera en la que se
movía y luchaba. Demasiado hábil para alguien tan joven, y más teniendo en
cuenta la vida que llevaba, siempre viajando con su madre.
—¿Y visteis a la chica? —dijo el
primero—. Había algo inquietante en ella…
Se hizo el silencio en el pequeño
grupo. Talmar seguía observando la piedra, que a la luz del fuego relucía como
si se tratase de una estrella del firmamento que hubiera caído a la tierra. De
pronto sintió como la gema aumentaba de temperatura. Con un gemido la dejó caer
al suelo, lejos de él.
—¿Qué sucede, Jefe? —preguntó uno
de sus hombres. Pero no obtuvo respuesta.
Los cinco clavaron la vista en la
piedra que, en el suelo, estaba adquiriendo un brillo más intenso, casi
cegador. “¿Qué demonios está sucediendo?”,
se preguntó Talmar, fascinado a la vez que asustando. La luz empezó a titilar,
cambiado de color, desde el tono anaranjado inicial a un verde brillante,
después azul y por último morado. Finalmente, se apagó y se volvió
completamente negra, más oscura que una noche sin luna.
Un viento frío envolvió a los
mercenarios, tan fuerte que la hoguera se apagó, dejándolos en una oscuridad
tan solo rota por el suave brillo de la luna. Entonces un fuerte chasquido
retumbó en la noche y fragmentos de piedra salieron disparados en todas direcciones
cuando la gema se hizo pedazos. Algunos alcanzaron a los hombres,
produciéndoles pequeñas pero profundas heridas sangrantes.
Donde había estado la piedra
había ahora una bola de humo negro que parecía moverse con vida propia. Flotaba
a escasos centímetros del suelo hasta que, de pronto, se elevó hasta la altura
del pecho de un hombre y, cogiendo velocidad, se alejó por el camino, en
dirección a la ciudad de Kyrea.
—¿Estáis todos bien? —preguntó
Talmar a sus hombres, confuso por lo que acaba de presenciar.
—Sí, señor —respondió uno de los
heridos en la batalla.
—No todos, señor —dijo, sin
embargo, el que había estado junto al fuego, mirando a su compañero. El cuerpo
del mercenario estaba tirado en el suelo, sobre un charco de sangre que se
derramaba de la cuenca de su ojo, donde uno de los fragmentos había penetrado
con tal fuerza que reventó el globo ocular y se incrustó en el cerebro.
En ese momento apareció corriendo
el sexto mercenario, el que, algo alejado, había estado haciendo la guardia.
Parecía aterrado y jadeaba.
—Señor… —empezó a decir, tomando
aire—. Algo se acerca. Una… una gigantesca sombra… Desde la ciudad…
Apenas había terminado de hablar
cuando el cielo se oscureció. Al alzar la vista, Talmar vio una inmensa silueta
negra en lo alto. Unas alas enormes que se agitaban silenciosas en lo alto, una
cola que se sacudía de un lado para otro, y una cabeza de la que sobresalían
unos colmillos igual de negros. Tan solo un par de ojos, dorados, resaltaban en
la penumbra. Unos ojos que los miraban con furia.
Antes de poder reaccionar, la
enorme bestia se abalanzó sobre ellos, abriendo las mandíbulas en un rugido que
no emitió ruido alguno, pero que hizo temblar el aire alrededor de los hombres.
Aterrados, estos intentaron huir, pero una inmensa llamarada surgió de la
criatura y envolvió en sus llamas a tres de ellos.
Talmar oyó a sus hombres gritar
mientras el olor a carne quemada se extendía por la llanura. Sacó su espada, en
un vano intento por defenderse cuando una de las zarpas se alzó sobre él. Pero
el acero atravesó al ser como si de humo se tratase. El mercenario apenas tuvo
tiempo de sorprenderse cuando las garras se clavaron en su torso, desgarrando
la carne y haciendo que entrañas y sangre se desparramaran a sus pies.
No llegó a notar cómo su cuerpo
chocaba contra el suelo.
Minutos más tarde, Maila observa
los cadáveres chamuscados y destrozados a su alrededor. Siente la ira todavía
latiendo en su interior, apagándose lentamente. Aquellos son los hombres que han
matado a su recién reencontrado hermano.
Puede sentir en su interior la
presencia de otra alma, poderosa, antigua, y sedienta de venganza. “¿Qué eres? ¿Quién eres?”, pregunta en su
interior. No logra entender qué ha sucedido. Lo último que recuerda es a Vandir
muriendo, mientras le dice algo.
“Me llamo Gromish”, responde una voz en su interior, grave y
profunda, “el último de los nwonsie. Y es
hora de vengar a los míos.”
Maila siente cómo el poder de su
interior crece y la envuelve. No puede detenerlo, pero tampoco quiere. Se siente
viva, libre y poderosa. Su cuerpo empieza a transformarse, disolviéndose en una
sombra negra, inmensa. Un cuerpo inmaterial hecho de oscuridad que, sin
embargo, es capaz de interactuar con el mundo que le rodea. Alza el vuelo con
un batir de sus fuertes alas. Y se eleva hacia lo alto, sobre las montañas.
El mundo a sus pies no es el
mismo que conociera antaño, pero las altas cumbres que fueran su hogar apenas
han sufrido cambios. Salvo por una cosa, una estatua construida por el hombre,
en lo alto del monte Posnum. Un hombre cubierto por una armadura de escamas
alza su espada hacia el cuerpo de un dragón con las fauces abiertas. El odio le
invade al verlo y se dirige hacia allí, furioso.
Un remolino de sombras, garras y
llamas ardientes como el sol envuelven la estatua. Esta estalla en pedazos que
ruedan por la ladera de la montaña hasta perderse en la lejanía del valle.
Posado en lo alto, entre los
restos de aquel monumento que durante cientos de años ha simbolizado la caída
de su raza, el inmenso dragón lanza un rugido silencioso a la noche que llega a
su fin. Sus ojos brillan con un centelleo dorado, tan luminoso como el astro
que empieza a asomar en el horizonte.
“Hora de vengar a los míos”, repite para sí, antes de alzar el
vuelo de nuevo y alejarse entre las nubes, en dirección a los reinos humanos. El
alma de un dragón, la sombra de una criatura extinta y majestuosa. Gromish, la
sombra alada.
Y la esencia de una joven humana,
la heredera del más poderoso de los hechiceros.
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