miércoles, 6 de noviembre de 2013

La Leyenda de Grömish

De nuevo, os dejo un relato con el que participé en uno de los retos mensuales del foro fantasiaepica.com. Esta ocasión fue la segunda edición del reto de relatos de fantasía épica. Además de ser más largo de lo normal, incluía la incorporación de imágenes al texto.


Y aparte de dichas imágenes, agrego también la música que me sirvio de banda sonora de la historia mientras la escribía.






Cuentan que hace muchos miles de años, cuando todavía el mundo estaba habitado por criaturas hermosas y magníficas que surcaban mares y cielos, cuando la magia aún era poderosa y los dioses no habían abandonado a los mortales, tuvo lugar una terrible guerra que cambió el transcurso de la historia. Acaeció en la cordillera de Herya. Entre las altas cumbres nevadas y los verdes valles se sucedieron las batallas, el fuego arrasó bosques y la sangre tiñó los ríos de un rojo escarlata. Mucho se perdió en aquellos lejanos días.


Desde lo alto del monte Posnum, el más elevado de la cordillera, junto a la entrada de una inmensa cueva, Grömish contemplaba el bello paisaje que se mostraba ante él. Las montañas dominaban el entorno, alzándose hacia los cielos, cubiertas de un manto níveo que reflejaba los rayos del sol produciendo destellos. Más abajo, donde las laderas se suavizaban para juntarse en los caudalosos ríos, el blanco se transformaba en el verde de la hierba, en el rojo de las hojas otoñales y en el azul de las aguas de los lagos. Un lugar paradisíaco que había sido su hogar y el de sus antepasados desde tiempos inmemoriales, pero que estaba a punto de convertirse en el campo de su última batalla por la supervivencia.

Miró a su alrededor. Cerca, aunque sin atreverse a aproximarse a él, varios de los suyos esperaban. En las cimas colindantes podía apreciar el rastro de la presencia de más de sus congéneres y sabía que, aunque no pudiera verlos, unas pocas decenas de ellos aguardaban. Todos esperaban a que su líder diera la orden para marchar, todos juntos y por última vez, hacía el enemigo. Este se encontraba en lo más profundo de los bosques, oculto bajo las copas de los árboles, impaciente por destruirlos. “Humanos, pequeños e insignificantes, pero que han llevado a mi raza al límite. Malditos sean” pensó Grömish, el último nwon, sintiendo como el odio se encendía en su interior. “Pero pagarán por lo que han hecho, no nos rendiremos y recordarán durante años cómo les plantamos cara, aunque sea nuestro fin”.


Humanos. Unas criaturas débiles y de vida efímera, pero dotados de una gran inteligencia y propensos a la violencia. Ese era el enemigo que estaba acabando con los seres más grandes y poderosos que habían hollado la faz del mundo.

Habían aparecido hacía apenas unos pocos cientos de años, cuando la mayoría de los nwonsie ya estaban muertos, llegados de tierras lejanas a través de las grandes aguas. Al principio se instalaron junto a la costa. Un pequeño grupo que creció con rapidez y pronto empezó a expandirse, acercándose más y más a las montañas. Talaban árboles para construir extraños refugios, cazaban gran cantidad de animales y a otros los encerraban para criarlos. No obstante, no los molestaron. Ambas razas se observaban desde la lejanía, estudiándose los unos a los otros, sin establecer ningún tipo de contacto. 

Pero está en la naturaleza humana querer conquistar nuevos territorios, alzarse sobre las demás criaturas y gobernar todo lo que les rodea. Años más tarde de su llegada dieron los primeros pasos hacía la cordillera de Herya. Allí se produjeron los primeros roces, todos de carácter belicoso. No se intimidaron por el tamaño y la fuerza de su nuevo adversario ni por las numerosas bajas sufridas. Dejándose llevar por una valentía rayana a la estupidez, los humanos dieron inicio a la caza de los dragones.

Estos solían vivir solos, en las cavernas de las grandes montañas, sin apenas relacionarse unos con otros. Los humanos se aprovecharon de su soledad para ir matándolos de uno en uno. Mejoraron sus armas para tal fin y  se ayudaron de una poderosa y letal magia que sus magos y hechiceros dominaban con una facilidad sin igual. Sin embargo, a pesar de su aislamiento, los dragones se comunicaban entre sí. Cuando tras años de perder a los suyos vieron que los humanos representaban un serio problema, los pocos que quedaban se unieron formando el más magnífico e impresionante ejército que jamás se haya visto, liderados por el último de los grandes nwonsie.

Estos habían sido en un pasado los mayores de entre los dragones. Fuertes, grandes, de escamas relucientes e inmensas alas, eran los líderes naturales de su raza. Pero habían ido desapareciendo poco a poco hasta que, en los días de la lucha contra los humanos, tan solo quedaba uno, Grömish, la Sombra Alada.


El dragón salió de sus profundas reflexiones. En sus largos años de vida había tenido mucho tiempo para pensar. Pero ahora tocaba actuar. Presentar batalla a aquellos agresores para poner fin a sus ansias de dominio o morir en el intento. Era el momento de luchar.

Se incorporó sobre sus cuatro patas, gruesas y robustas como troncos, terminadas en garras afiladas. Levantó la cabeza, coronada por dos grandes cuernos, con un hocico largo donde asomaba una doble hilera de dientes. Sus ojos, amarillos y relucientes como el sol, chispeaban con ardor. Extendió las alas y con un ágil movimiento de la cola se elevó en el cielo. Una criatura soberbia y majestuosa cuyas negras escamas brillaban bajo los rayos de luz.


Dejándose llevar por las corrientes de aire sobrevoló las cimas de las montañas, de manera que era visto por los demás dragones, los cuales, a su paso, también alzaban el vuelo, formando un enjambre de criaturas aladas y resplandecientes. Cuando todos estuvieron en el aire el enorme dragón negro abrió las fauces y dejó salir de su poderosa garganta un rugido ensordecedor que fue secundado de inmediato por los demás. El potente bramido se extendió entre las montañas, revotando y adentrándose en todos los rincones hasta tal punto que la cordillera entera pareció vibrar.


El estruendo llegó hasta el campamento central del ejército humano. Entre un caudaloso rio y un bosque de pinos se habían levantado miles de tiendas. Las más grandes, en el centro de la aglomeración, albergaban al rey Khulgar, jefe supremo de la hueste, y sus comandantes, que se encontraban reunidos alrededor de una improvisada mesa de madera. 

—¿Qué ha sido eso? —preguntó uno de los comandantes, un individuo nervioso y bajito con cara avinagrada.

—Serán esas bestias —respondió otro, entre risotadas—, que están temblando de miedo al pensar a lo que se enfrentan.

—Te recuerdo que esas bestias son tan grandes como una casa y pueden echar fuego por la boca —replicó el primero.

—Sandeces. Lo que pasa es que tú eres un cobarde y estás muerto de miedo. Pero espera a que se enfrenten a mí y a mis hombres —dijo, mientras hacía ademán de alzar el pesado martillo que llevaba atado a la cintura.

—Eso no te servirá de nada si están en el cielo. Mis hombres los derribaran antes.

—¿Y qué harán? ¿Tirarles flechas a ver si con suerte les hacen cosquillas y se caen en pleno vuelo?

—Por suerte para vosotros —intervino un tercero— contamos con la ayuda de Hairon y sus magos. Gracias a la magia las flechas serán capaces de atravesar sus escamas. ¿No es así, hechicero?

—Haremos lo que podamos —respondió escuetamente el mago, un hombre encapuchado y lúgubre que permanecía algo apartado.

—Ya está bien de tanta palabrería absurda —Todos se volvieron hacia Khulgar, que hasta entonces había permanecido en silencio—. Es el momento de ponerse en marcha. Preparad a vuestros hombres.
 

Pocos minutos más tarde el ejército, formado por varios millares de hombres, se encontraba listo para la batalla. Al frente se hallaba Khulgar, montado en un caballo. Observaba a sus hombres con gesto serio. Se trataba de un hombre fuerte y musculoso, aunque de estatura media. Vestía una armadura completa formada por escamas de dragón de distintas tonalidades y tamaños, lo que le daba la apariencia de un reptil con forma humanoide. Corrían  rumores de que él solo había matado a más de cinco dragones, a los que había arrancado las escamas con las que después fue fabricada la armadura. Por ello era conocido como el Matadragones. Su yelmo iba coronado con cinco colmillos de dragón, lo que le daba un aspecto fiero. Como arma llevaba únicamente una larga espada.

Desde el horizonte, sobre los altos picos, se acercaban las criaturas aladas. La luz del atardecer se reflejaba en sus escamas, produciendo el efecto de un arcoíris roto en pedazos que se desplazaba por el cielo. A la cabeza de ellos iba el gran dragón negro, cuyos ojos amarillos se clavaron, desde la distancia, en Khulgar. El rey no se dejó amedrentar por el profundo odio que en ellos veía.

—La Sombra Alada —murmuró entre dientes.


En cuestión de minutos los tenían encima. Los dragones, en ordenada formación, descendieron hasta estar a apenas unos metros por encima del suelo. Abrieron las fauces y dejaron brotar de su interior llamaradas de ardiente fuego. Los hombres gritaron y el desorden pareció dominar a la tropa. Pero los oficiales controlaron a la hueste y pronto empezó el contraataque.

El cielo se ensombreció cuando una lluvia de flechas salió disparada desde los arcos intentando alcanzar a las enormes bestias. Cuando las afiladas puntas atravesaban las alas a veces lograban que se desgarraran, lo que hacía que el dragón perdiera el dominio del vuelo y tuviera serios problemas para mantenerse en el aire. Otras muchas impactaban contra los vientres pero eran rechazadas por las duras escamas que los cubrían.

Pronto se extendió el caos. Los soldados se mezclaban entre sí intentando evitar los fuegos que se propagaban con rapidez. Los oficiales daban voces tratando de hacerse oír por encima del rugido de los dragones. Los hechiceros se dividían en cuadrillas, desperdigándose entre los soldados, sin hacer uso de su magia.

Algunos de los primeros dragones en recibir heridas en las alas habían aterrizado entre los humanos, donde eran atacados con hachas, lanzas y espadas. Sin embargo, las bestias se defendían con bravura, derribando soldados con sus largas colas, que agitaban como látigos, o convirtiendo a sus agresores en antorchas humanas. Sus garras y dientes desgarraban escudos y cotas de malla. Sobre sus cabezas otros volaban, atacando desde el aire, mientras seguían siendo acosados de manera constante por las flechas. 

La batalla continuaba, cruenta y feroz. Varios dragones habían perecido, pero los humanos estaban siendo diezmados. 

Entonces se oyó por todo el valle el sonido de un potente cuerno. Era la señal que los magos estaban esperando desde que se habían colocado en las posiciones indicadas. Todos a una, dejaron brotar la magia que habían estado acumulando. Por todas partes del ejército de tierra brotaron luminosos rayos de energía violácea que impactaban contra los dragones, derribándolos al instante. Las flechas cobraron fuerza y velocidad, siendo capaces de atravesar las escamas más débiles que rodeaban los cuellos de las criaturas aladas.


Grömish, que luchaba al lado de los demás, se paró un momento a observar lo que se desarrollaba a su alrededor. El sol hacía tiempo que se había ocultado en el horizonte pero la batalla estaba iluminada por la luz de los fuegos de los dragones y los rayos de los magos. Por todas partes se veían cuerpos chamuscados o parcialmente incinerados. Gritos de dolor y rugidos de batalla, el entrechocar de acero y escamas, los relinchos de los caballos asustados, todo se mezclaba en una algarabía caótica.

En torno a él los dragones caían tras recibir el impacto de la magia y las flechas. Las segundas eran más fáciles de evitar, pero los primeros serpenteaban hacia las alturas hasta alcanzar un objetivo. Los humanos parecían haber conseguido cierta ventaja gracias a la intervención de sus magos. Grömish buscó con su mirada ardiente al jefe de los hechiceros, el que dirigía a todos los demás. Si lograba acabar con él quizás los demás perdieran parte de su fuerza y coordinación. 


Lo encontró apartado de la zona que más daño recibía, protegido por varios soldados armados con largas lanzas y arcos, así como un par de magos más. Hairon parecía concentrado, permanecía en pie con los ojos fijos en el firmamento, murmurando palabras silenciosas mientras que de sus manos surgían, de manera casi continua, letales rayos morados. El dragón negro desvió su vuelo para acercarse a él pero antes de poder aproximarse lo suficiente sintió un dolor agudo en el ala derecha. Al mirar descubrió que estaba desgarrada por la mitad, una flecha la había atravesado. Perdió el equilibrio en el aire y comenzó a caer. Consiguió alejarse del centro de la batalla para aterrizar a duras penas cerca de la linde del bosque.

Intentaba incorporarse cuando un guerrero de grandes músculos apareció ante él. Iba armado con un pesado martillo que balanceaba de un lado para otro. Lo alzó, con intención de arrojarlo contra el gran dragón, pero este fue más rápido y le lanzó una potente llamarada que envolvió en rojas llamas al guerrero. El hombre chilló, soltó el arma y se tiró al suelo en un infructuoso intento por apagar el fuego, que lo consumió hasta mucho después de que sus gritos se apagaran.

Haciendo un soberbio esfuerzo, Grömish logró iniciar un vuelo tambaleante. El ala derecha le dolía con cada movimiento mientras que con la izquierda trataba de compensar el desequilibrio. Una vez que se hubo elevado lo suficiente como para estar lejos del alcance de las flechas volvió a buscar a Hairon. Ya no se encontraba donde antes, aunque sus guardaespaldas seguían en el mismo sitio. Recorrió todo el campo de batalla con la mirada. Los cadáveres chamuscados y destrozados eran numerosos, pero el corazón se le encogió cuando vio la gran cantidad de cuerpos alados que estaban tendidos y sin moverse entre los humanos. Más de la mitad de los suyos habían perecido y de los pocos que quedaban la mayoría presentaba heridas sangrantes o alas destrozadas.

Un gemido desgarrador sonó a unos metros de él. Se volvió hacia el origen para descubrir, con horror, como un joven dragón del color del oro fundido era decapitado por un centelleante filo. Tras la gran espada, la Sombra Alada vio una armadura hecha de escamas que, cubierta de sangre y a la luz de los fuegos, brillaba con iridiscencias rojizas. Llevado por la furia y olvidando por completo al mago que había estado buscando, el dragón se lanzó en picado contra él. 

El rugido de rabia de Grömish alertó a Khulgar, que se apartó a tiempo de esquivar los dientes del dragón. Este dio una rápida vuelta en el aire, lo que le provocó un intenso dolor en el ala herida, y lanzó una llamarada sobre el rey. Las llamas lamieron la armadura y el yelmo, sin producir ningún daño en el hombre, y se extinguieron con rapidez. Las escamas que lo cubrían estaban imbuidas de una protección mágica que las hacía impermeables al fuego.

Antes de poder recuperarse del dolor y volver a atacar, el dragón fue alcanzado en una pata trasera por un potente rayo morado. Una intensa corriente se extendió por todo su cuerpo produciéndole un dolor como nunca antes había sentido. Por unos instantes perdió la conciencia y cuando volvió en sí caía hacia el suelo sin poder evitarlo. El golpe no fue muy fuerte pues no se encontraba a gran altura, pero era incapaz de mover ningún musculo. Khulgar se encontraba a unos metros de él, observándolo con una sonrisa cruel en los labios y la espada bajada. Junto a él Hairon también lo miraba, aunque con seriedad y una expresión en los ojos que a Grömish le pareció que era tristeza. 

—Aléjate, Hairon. Ese dragón es mío —ordenó el rey—. Y vosotros también. Largo todos. Tenéis otras bestias a las que matar, pero esta es mi presa.

El hechicero pareció dudar, pero finalmente se dio media vuelta y se alejó hacia lo más duro de la batalla, que ahora era más bien una matanza de dragones. En un momento se giró para mirar por última vez a Grömish, pero después continuó su marcha hasta que se perdió entre la masa de hombres. Los soldados que estaban cerca obedecieron con prontitud las órdenes de Khulgar y se alejaron siguiendo los pasos del mago. A su alrededor se abrió una amplia zona desierta. Los ruidos de la batalla continuaban a varias decenas de metros de ellos, pero parecían amortiguados, como si los dos jefes enemigos se encontraran en una gran burbuja que los aislara del mundo exterior.

—Sombra Alada, prepárate para desaparecer de este mundo, pues tu fin ha llegado —dijo el Matadragones, acercándose a Grömish mientras agarraba la pesada espada con las dos manos—. Pronto los hijos de los hombres se extenderán por estas montañas y poblaran estos bosques. Y vosotros, terribles criaturas, no seréis más que un recuerdo lejano.

Elevó el arma, preparándose para asestar un fuerte y mortal golpe en el cuello del dragón, que hasta entonces no se había movido. Pero las fuerzas habían regresado poco a poco a la bestia y en el último instante fue capaz de apartarse del filo, incorporándose en sus cuatro patas, con las alas arrastrando sobre su cuerpo, inútiles. Un brillo feroz iluminaba sus ojos, que no dejaban de mirar a Khulgar. Con un torpe salto se situó detrás del humano y le lanzó una rugiente llamarada. De nuevo las llamas fueron rechazas por la armadura pero sirvieron como distracción para que Grömish golpeara con una garra a Khulgar, quien fue derribado y rodó varios metros por el suelo antes de detenerse.

Se incorporó furioso, aferrado a la espada que no había soltado a pesar del golpe recibido. Pero el dragón era rápido y había vuelto a saltar junto a él, atacándolo de nuevo con las garras. Khulgar interpuso la espada en la trayectoria y recibió el golpe con el filo. El metal se hundió entre los dedos del dragón y desgarró la carne. Grömish dejó escapar un grave rugido de dolor mientras una sangre roja y densa salía de la herida abierta en su pata.

Khulgar se apartó unos metros para recuperarse del impacto mientras observaba el sufrimiento de la bestia. Esta vez Grömish no volvió a atacarlo, sino que permaneció donde estaba, mirando a su enemigo. Los minutos pasaron mientras ambos rivales se examinaban. El tiempo parecía estar congelado. Lo único que demostraba que seguía avanzando era el charco de sangre que se había formado junto a la pata del dragón y que aumentaba con lentitud. 

La escena estática se rompió, cobrando vida, cuando Khulgar cargó de nuevo contra el dragón. Con una rápida carrera acercó la espada hasta casi rozar el pecho del nwon. Pero este, con un gran esfuerzo, se giró con las fauces abiertas y, aunque recibió un golpe de la espada en la base del ala, logró atrapar entre los dientes la pierna de Khulgar. Apretó las mandíbulas, sintiendo como sus colmillos atravesaban las escamas de sus congéneres, rompían hueso y desgarraban carne. El rey gritó de dolor mientras su pierna izquierda era arrancada de cuajo del resto de su cuerpo. La sangré manaba a borbotones del muñón.

En un agónico esfuerzo, Khulgar logró, llevado por el dolor y sacando fuerzas del odio que en ese momento sentía, alzar una última vez la espada, clavándola con ira en la garganta del dragón. 

Un gemido ahogado fue lo único que logró emitir Grömish antes de que las pocas fuerzas que le quedaban le fallaran. Su cuerpo no pudo aguantar su peso y cayó desplomado en el suelo. Las alas, desgarradas, cubrían el suelo a su alrededor. El charco de sangre bajo él crecía con rapidez, al ritmo que su vida se iba apagando. De sus fosas nasales salía un delgado hilo de humo. La vista comenzó a nublársele mientras que los sonidos de la batalla volvieron de pronto a resonar a su alrededor. Lo último que Grömish, la Sombra Alada, el último de los grandes nwonsie, vio antes de sumergirse en la más oscuras de las negruras fue un campo quemado cubierto de cuerpos de los últimos dragones, todos inmóviles y muchos mutilados. A su alrededor miles de cuerpos humanos eran retirados por los que quedaban en pie. Toda la escena era iluminada por los primeros rayos de un sol que se alzaba en el horizonte de un nuevo mundo. 

Un mundo donde los dragones habían desaparecido para siempre.


Según dicen, Khulgar logró recuperarse de sus heridas gracias a las artes de Hairon, aunque tuvo que usar desde entonces una pierna de madera. En aquella batalla el ejército humano perdió miles de vidas pero se hicieron con el dominio de la cordillera de Herya, desde donde se lanzaron al dominio de nuevas tierras. En lo alto del monte Posnum se construyó una estatua para conmemorar la batalla. En ella se ve el esqueleto de un dragón con las fauces abiertas y a un soldado con armadura de escamas alzando su espada contra él. 

Desde entonces muchas cosas han sucedido y el mundo ha cambiado. Sin embargo, nunca ha vuelto a haber ninguna criatura tan magnífica y grandiosa como fueran, en aquella época, los grandes dragones.

2 comentarios:

  1. Triste.
    Es una bella metáfora sobre las terribles consecuencias del progreso cuando es motivado por la codicia y la estupidez humana. Si esa era tu intención te ha quedado maravilloso; si no es el caso, no le resta méritos, ha sido un hermoso relato.
    Por cierto, buena música.

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    1. Pues lo cierto es que no era esa mi intención, jajaja. Aunque lo mismo mi subconsciente metió algo de eso.. ¿quién sabe?
      Gracias por pasarte por aquí! =)

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Gracias por comentar