Aquí estoy de nuevo con un relato participante en un reto mensual del foro fantasiaepica.com, este de temática steampunk. Quedó en un quinto puesto y, personalmente, es el que más me gusta de los distintos relatos que he presentado en estos concursos.
Con alguna corrección y un pequeño cambio en el final respecto al del foro, aquí os lo dejo. Espero que os guste y agradezco cualquier crítica y comentario.
Con alguna corrección y un pequeño cambio en el final respecto al del foro, aquí os lo dejo. Espero que os guste y agradezco cualquier crítica y comentario.
Desde lo alto de la torre la
vista de la gran ciudad era magnífica. Los edificios se extendían en todas direcciones.
Una línea plateada serpenteaba entre ellos, reflejando la pálida luz del cielo
en sus aguas. Numerosos puentes cruzaban el río y, tanto estos como el
intrincado laberinto de calles, estaban atestados de gente y vehículos.
El ruido del ajetreo que había
abajo le llegaba amortiguado por la altura. Un murmullo constante, constituido
por una mezcla de voces, chirriar de engranajes y el zumbido de motores de
vapor. Era el sonido de la ciudad, sus latidos y su respirar, lo que demostraba
que estaba viva.
Alzó la vista para mirar el
horizonte, difuminado por las nubes de vapor. Desde el suelo se elevaban
grandes columnas de gas blanco que se alzaban hasta crear una masa nívea en lo
alto. La ya de por si húmeda y neblinosa atmósfera era ahora más pesada.
Pequeñas gotas de rocío cubrían toda superficie que quedara al aire a cualquier
hora del día. Como consecuencia, el óxido corroía farolas, tuberías y máquinas.
Entre las nubes, aparecían a
intervalos grandes naves voladoras. Sus inmensas bolsas de aire les daban el
aspecto de ballenas que surcaran el cielo.
A medida que el invisible sol se
ocultaba en el oeste, numerosos faroles se encendían en las calles, dando a la
ciudad un aspecto más siniestro pero, a la vez, más real. Era como si, al caer
la noche, Londres saliera del mundo onírico en el que estaba sumergida para
despertar y brillar en la oscuridad.
Elaine forzó la vista, tratando
de avistar en el cielo un atisbo de las estrellas o la luna. Pero hacía años
que los astros celestes habían quedado ocultos para los londinenses. La
constante capa de nubes impedía ver nada que estuviera sobre ella y solo
permitía traspasarla a los débiles rayos del sol.
Trató de recordar cómo eran las
estrellas, el brillo de cientos de puntitos sobre su cabeza, y la belleza del
blanco satélite que mostraba su cara en las noches despejadas. Pero apenas
tenía una vaga reminiscencia de ellas. Había pasado demasiado tiempo desde la
última vez que las viera.
***
Los primeros recuerdos que tenía
eran de cuando, siendo muy niña, su madre la llevaba a pasear por el cauce del
río. Las tranquilas aguas del Támesis, alteradas por unas pocas embarcaciones
que subían y bajaban, hipnotizaban a la pequeña. Sus ojillos brillaban de
alegría al ver los reflejos distorsionados en la superficie.
A medida que crecía, Elaine no
dejó de visitar el río. Se quedaba sentada en los puentes, apoyada en la
barandilla, durante horas. Se convirtió en una niña solitaria. Los demás niños
la consideraban rara y aburrida. Eran activos y les gustaba correr y jugar. No
encontraban divertido contemplar las aguas sin hacer nada.
A pesar de ser demasiado pequeña
para entenderlo, fue testigo de la rápida evolución que experimentaba el río,
representación del cambio que sufría toda la ciudad. Las pequeñas embarcaciones
de remos que surcaban las aguas fueron sustituidas por otras mayores,
propulsadas por motores internos y que expulsaban al aire nubes de vapor y
humo. Los puentes dejaron de ser atravesados por transeúntes y carros tirados
por caballos; en su lugar aparecieron vehículos más rápidos y ruidosos, llenos
de engranajes y tubos de metal. En ambas orillas del río, así como por toda la
ciudad, surgieron fábricas con enormes chimeneas. El cielo se oscureció por los
gases emitidos y las aguas del río se enturbiaron.
Cuando tenía trece años su madre
enfermó. Llevaba varios años trabajando en una de las fábricas y desde entonces
su salud había empezado a empeorar. Tosía por las noches y escupía sangre. Su
piel adquirió un tono enfermizo, grisáceo. Su rostro se arrugó y sus manos se
volvieron débiles.
Sus padres decidieron abandonar
Londres para ir a vivir su pueblo natal. Allí la vida era mucho más apacible.
Las máquinas no habían llegado y el aire estaba limpio. En los días despejados
el cielo se veía nítido y por las noches un montón de estrellas brillaban en lo
alto.
Elaine apenas echaba de menos la
ciudad. Allí no había río que observar, pero podía disfrutar de la naturaleza.
Sin embargo, la emoción del nuevo entorno duró poco, pues la salud de su madre,
aunque al principio pareció mejorar, pronto volvió a deteriorarse hasta que,
una fría mañana de otoño, murió.
Llevado por una profunda
tristeza, su padre se sumergió en una espiral de dolor y odio hacia la tecnología. Consideraba que las máquinas y
las grandes empresas que las construían eran las responsables de la muerte de
su mujer, y veía todo signo de evolución como algo perverso y diabólico.
Encerrado en sí mismo y carcomido
por el rencor, apenas prestaba atención a su hija. Elaine se sentía abandonada
y sola. La tristeza se reflejaba en sus ojos. Poco después de cumplir los
dieciséis años decidió volver a Londres, dejando a su padre en el pueblo.
De vuelta en la gran ciudad
encontró trabajo como criada en la casa de un pequeño empresario. La ciudad que
la había visto crecer se volvió un lugar frío y lúgubre para ella. Apenas salía
de casa y no volvió a visitar el río. La pálida luz, los días grises y húmedos,
encogieron su espíritu, y su alma sucumbió a la tristeza y la melancolía.
Sin embargo, la alegría y la
jovialidad volvieron a ella cuando, un par de años después de su regreso a
Londres, conoció a Leonard. Se trataba de un joven ingeniero, tan introvertido
como la propia Elaine. Trabajaba de mecánico en una fábrica, pero en su tiempo
libre se dedicaba a diseñar nuevos inventos, más limpios y seguros que las
máquinas que ayudaba a construir.
La luz y los colores renacieron
en el interior de Elaine. Leonard se convirtió en su razón de ser. El mundo
dejaba de parecer frío cuando lo veía reflejado en aquellos ojos azules. La
vida era menos cruel cuando sus labios se susurraban palabras al oído, sus
dedos se entrelazaban o sus cuerpos se unían. Sus respectivos trabajos apenas
les dejaban tiempo para estar juntos, pero los ratos en los que podían
disfrutar de su mutua compañía alegraban sus corazones y hacían más ligera la
carga de los días.
Elaine volvió a disfrutar de la
belleza de la ciudad, oculta entre la niebla. Aunque el río ahora corría con
aguas turbias, a veces iba a observarlo, con Leonard a su lado, recordando cómo
en el pasado se reflejaban las luces de la ciudad por la noche, como si de un
pequeño fragmento del cielo estrellado se tratase.
En cierta ocasión, para celebrar
su segundo aniversario juntos, Leonard se gastó sus ahorros para llevarla a la
costa, a ver el mar. Fueron los días más felices de la vida de Elaine. El
océano la sedujo con sus olas. El susurro del agua, el olor a sal, la brisa
marina. Percibía todo con detalle y un cúmulo de nuevas sensaciones la embargó.
Fue en su última noche allí, mientras observaban las estrellas tumbados en la
arena de la playa, con las calmadas aguas a escasos metros de sus pies, cuando
Leonard le pidió que se casara con él. La brillante luna fue el único testigo
de la promesa de amor eterno que se hicieron en aquel momento. Esa sería la
última vez que Elaine vería las estrellas.
Poco tiempo después recibió la
noticia del fallecimiento de su padre. Aunque la entristecía, la distancia que
se había formado entre ambos hizo que no le resultara tan doloroso asimilarlo.
Acudió al pueblo vestida de negro para asistir al funeral. Mientras veía como
la tierra cubría el ataúd de su padre, enterrado al lado del de su madre, un
pensamiento nació en su mente: una etapa de su vida había terminado, ahora
empezaba otra nueva.
A su regreso, celebraron una
pequeña y discreta ceremonia de matrimonio. Con la pequeña herencia que recibió
dejó el trabajo en casa del empresario y se mudó al pequeño piso de Leonard.
Allí, por las mañanas, mientras él trabajaba en la fábrica, se dedicaba a
remendar pantalones y camisas para los obreros del vecindario. Por las tardes,
con Leonard ya en casa, disfrutaba de su presencia. A veces salían a dar largos
paseos por la ciudad, cogidos de la mano, mientras compartían un silencio
íntimo.
Las primeras horas de la noche
eran las que aprovechaba el ingeniero para hacer sus innovadores diseños.
Elaine, aunque no entendía muy bien de que se trataba, se maravillaba ante la
gran inventiva de su marido. Sistemas que no dependían del vapor para
funcionar, máquinas capaces de realizar tareas hasta entonces imposibles. Le
instó a acudir a alguna empresa con sus diseños, a aprovechar su imaginación y
labrarse un futuro mejor. Pero él no se dejaba convencer. Decía que las
empresas no lo verían con buenos ojos o que tratarían de arrebatarle sus ideas
para sacar el máximo beneficio, quitándole a él todo el mérito. Lo cierto era
que hacía ya tiempo que había intentado vender uno de sus diseños. Pero todos
aquellos a los que acudió se rieron de él, despachándolo con el pretexto de que
el futuro estaba en el vapor y que sus creaciones, que no hacían uso del mismo,
no tenían ningún porvenir.
La vida juntos era apacible y
tranquila. Las estaciones pasaban mientras los dos eran felices. La pasión
perdió fuerza, pero el amor que los unía se hizo más profundo.
Pasados varios meses, Leonard,
que empezaba a dedicar más tiempo a sus diseños que a descansar, comenzó a
desprender entusiasmo. Se pasaba horas y horas entre papeles, haciendo cálculos
y dibujando esquemas. Elaine, que procuraba no molestarlo, empezó a sentir
tanta curiosidad que no tardó en preguntarle. El ingeniero, animado aún más por
el interés de su esposa, le explicó que estaba trabajando en algo nuevo. Algo
que podría cambiar el mundo. Además, había conocido a un hombre que trabajaba
en una gran corporación, y que, en contraste con sus experiencias anteriores,
parecía bastante interesado en su idea. Durante las siguientes semanas acudió a
varias reuniones con él, llevando sus bocetos cada vez más desarrollados.
Elaine se alegraba al ver como volvía de ellas con una gran sonrisa y los ojos
azules brillando de emoción.
Pero todo el entusiasmo se esfumó
la tarde en que, al volver de hacer unos recados, Elaine entró en su casa y
encontró, medio tapado por un montón de papeles revueltos y desordenados, el
cuerpo de Leonard. Un charco de sangre se extendía bajo él.
***
Desde lo alto de la torre la
vista de la gran ciudad era magnífica. Pero también muy dolorosa. Desde allí
veía las calles por las que había paseado con Leonard. El río le recordaba las
largas tardes observando sus aguas. Todo Londres, cada pequeño rincón, tenía
una parte de él. Sin embargo, la ciudad estaba viva, llena de olores, voces y
emociones. Pero él no. Leonard se había ido y ella estaba sola. Gotas de lluvia
cubrían sus mejillas, mezclándose con las lágrimas que caían de sus ojos.
Miró hacia el suelo desde lo
alto. Se hallaba a muchos metros sobre él, subida en la estructura de acero más
alta de la ciudad, símbolo del poder de la industria de las máquinas de vapor.
Esas a las que había empezado a odiar tanto como su padre. Estaban por todas
partes. En el suelo, entre los transeúntes. En el río, ensuciando las aguas de
su preciado Támesis. Y en el cielo, entre las nubes que ocultaban las
estrellas. Máquinas de metal, llenas de engranajes, barras y tubos, con motores
de vapor en su interior que rugían como criaturas del infierno. Parecían reírse
de ella, recordándola la muerte de la persona que lo había sido todo para ella.
Porque, aunque no tenía forma de
demostrarlo, Elaine estaba segura de que la muerte de Leonard había sido por
culpa de las máquinas. Sus ideas llegaron a oídos de aquellos que dirigían la
industria. Viendo peligrar su fuente de ingresos por los diseños del ingeniero,
alguien decidió acabar con el problema de raíz. Quizás hasta hubiera sido el
hombre con el que había contactado, aquel que le prometió hacer realidad sus
diseños. Pero no tenía forma de saberlo.
Lo único que le quedaba era el
vacío de su interior. Toda la alegría había desaparecido cuando descubrió el
cuerpo de su marido. Pero también la tristeza. Tan solo era capaz de sentir
odio, pero incluso éste estaba perdiendo intensidad, dejando paso a una
existencia sin emociones. No le quedaba nada.
Volvió a mirar hacia lo alto.
Esta vez, con la vista nublada por las lágrimas, no vio las naves voladoras,
sino que le pareció vislumbrar, entre las nubes, la mirada inteligente de dos
ojos azules.
Se acercó al borde y, desde lo
alto de la torre, saltó hacia el vacío.
El viento agitaba su melena
mientras se acercaba, cada vez más rápido, hacia el suelo. Pero, mucho antes de
llegar, su caída se detuvo. A su espalda, unas grandes alas se desplegaron y
empezaron a batirse, primero con lentitud, después ganando impulso.
Unas correas la mantenían sujeta
a la estructura. Esta, que se extendía a lo largo de su espalda, estaba fabricada
con un material extraño, más blando y flexible que el metal, no tan frío. Las
alas estaban construidas en una especie de tela impermeable, fina pero muy
resistente. Unos delgados cables de cobre unían los pequeños y silenciosos
motores con una placa de metal ligeramente incrustada en la nuca de Elaine,
justo donde terminaban de nacer sus cabellos.
La mujer tuvo el pensamiento de
querer elevarse más en el aire. Al instante, las alas, guiadas por la señal
generada a partir de sus impulsos nerviosos, obedecieron, llevándola hacia lo
alto, por encima de los edificios.
Elaine se sintió viva de nuevo.
Gritó, dejando salir la euforia que sentía. No solo se debía a la sensación de
estar volando, sino también a la satisfacción de comprobar que el invento de
Leonard funcionaba.
Había encontrado los planos
mientras recogía, sin apenas ser consciente, los papeles que habían cubierto el
cuerpo de su marido. Estaban arrugados, mezclados y manchados de sangre.
Descubrió que faltaban muchos. Quien quiera que hubiera asesinado a Leonard
también se había llevado la mayoría de los diseños más avanzados, dejando solo
algunos inacabados o sin aparente utilidad. Pero había decidido ordenarlos y
guardarlos, pues contenían el trabajo de Leonard, aquello en lo que había
volcado una gran parte de su vida y, por tanto, eran una parte de él.
Entre los muchos esquemas hubo
uno que captó su atención, pues era de los pocos que estaban completos. Unas
grandes alas sujetas, con un arnés, a una persona. Aunque era un dibujo burdo y
pobre, Elaine se sintió identificada con él. Había guardado los planos aparte y
dedicado mucho tiempo a estudiarlos.
En los meses siguientes, pasó
largas horas tratando de comprender lo que su marido había diseñado. Y muchas
más buscando el material necesario y construyendo el artilugio. Cuando estuvo
terminado decidió que debía probarlo, en honor a Leonard, y comprobar si
funcionaba.
Y funcionaba. Estaba volando
sobre Londres, disfrutando de una sensación que nadie había conocido nunca.
Pasaba sobre los altos edificios, invisible, en la oscuridad, a las personas
que tenía debajo. Las naves voladoras que surcaban el cielo nocturno tampoco se
percataron de su presencia, pues no volaba tan alto como ellas.
La sensación era increíble.
Deseaba que Leonard estuviera a su lado, volando junto a ella. Quería compartir
ese momento único con él. Podía sentirlo cerca, sonriendo al verla usar su
invento, con los ojos brillantes de exaltación. Las lágrimas brotaron
nuevamente de los suyos para caer, como gotas de lluvia, sobre la ciudad.
Volvió a sentir emociones dentro
de su corazón, todo un torbellino de ellas. La tristeza por la ausencia de su
marido y la rabia contra toda la industria del vapor se mezclaban con la
alegría por comprobar que el artefacto funcionaba y la excitación de estar
volando sobre la ciudad. Cautivada por ellas dejó que las alas, dirigidas por
sus pensamientos, la guiaran hacia el horizonte, siguiendo el curso del Támesis
y perdiéndose en la distancia.
A través de sus ojos empañados veía
brillar las cada vez más lejanas luces de Londres. Un montón de puntos
luminosos en la oscuridad de la noche. Como el reflejo de las estrellas en las
aguas del río.
Qué bonito. Una historia en esencia mil veces contada, y mil veces acertada cuando se cuenta bien. Y, desde mi punto de vista, esta está bien contada. Historia de amor con elementos que van más allá de la superficie y que dan un buen trasfondo al personaje principal y retratan perfectamente los miedos de la industria.
ResponderEliminarLa prosa me ha parecido buena, incluso musical por momentos.
En cuanto a los personajes, todo gira en torno a Elaine. Para ser un relato limitado creo que está bien retratada, con pinceladas de varias de las fases de su vida.
Y decirte que me ha gustado mucho más este final. Últimamente pago bien los finales optimistas.
Un saludo.
Gracias por pasarte a leer el nuevo final. Me alegra que te guste más que el anterior! =)
Eliminar