domingo, 4 de agosto de 2013

Jigoku

De nuevo dejo aquí, tras revisarlo y cambiar algún pequeño detalle, un relato participante en uno de los concursos mensuales del foro fantasiaepica.com. En esta ocasión se trataba de escribir una historia de amor. A pesar de tener grandes fallos sociales de la época en la que está ambientado, el relato quedó en un 7º puesto, buen lugar teniendo el cuenta la calidad de los demás relatos participantes.

Para escribir esta historia me insipiré en una canción de La Oreja de Van Gogh, Jueves.



Aquella mañana, al contrario que los días anteriores, amaneció despejado, sin nubes en el cielo azul claro. Era muy temprano, pero en la calle hacía una agradable temperatura veraniega. Se podía oler en el aire que aquél iba a ser un bonito día. O lo habría sido si los tiempos que corrían hubiesen sido normales. Pero la paz había pasado a ser un recuerdo lejano y el presente poco menos que un infierno. Nadie pensaba en disfrutar de un día como ese.

Al igual que cada mañana, Shizuka se dirigía a la clínica quirúrgica de Shima, donde trabajaba desde hacía más de cinco años como enfermera. Se había metido allí porque le gustaba poder cuidar de las personas de su ciudad. Pero últimamente no encontraba nada satisfactorio su trabajo. Había visto la barbarie de la que era capaz el ser humano, cómo se destruía y maltrataba a sí mismo y lo desalmados que podían llegar a ser los hombres con su prójimo.

Sin embargo, no podía dejar el trabajo. Y menos con la situación actual. Tenía que ir al hospital a diario. Hacía meses que no tenía un día de descanso. Había escasez de personal y muchos heridos a los que atender. Eran las consecuencias de la guerra. Desde que Japón había entrado en el conflicto que asolaba a la mayor parte del planeta numerosas ciudades eran bombardeadas casi a diario. Por suerte, hasta el momento Hiroshima había escapado de la mayoría de las bombas estadounidenses, sufriendo pocos ataques. No obstante, la población vivía asustada y Shizuka temía ir a trabajar cada mañana, consciente de que podía no regresar viva a casa.

Unos minutos antes había sonado la alarma de un posible ataque aéreo, pero poco después se extendió el rumor de que no había bombarderos cerca y la gente de la ciudad siguió con su rutina diaria.

Shizuka entraba a trabajar a las ocho y no vivía muy lejos del hospital, por lo que iba andando y en unos quince minutos llegaba. Sin embargo solía salir con tiempo de casa por diversas razones. A veces se producían ataques por la mañana temprano y la joven tenía que buscar un improvisado refugio o desviarse de la ruta habitual para esquivar un edificio derrumbado. También había otro motivo, aunque este no lo reconocería con tanta facilidad. Dicho motivo se llamaba Nagato.

Nagato era un joven y prometedor cirujano que trabajaba en la clínica. Shizuka apenas había cruzado un par de frases con él, pero lo veía casi todos los días, cuando ambos llegaban a trabajar. Él solía llegar cinco minutos antes y esperar a la puerta de la clínica mientras se liaba y fumaba un cigarro y a veces charlaba con otros médicos. Por su parte, Shizuka se sentaba en un banco frente al hospital, simulando leer el periódico, observando con disimulo al joven, para al cabo de un rato entrar en el edificio pasando junto a él, demasiado tímida para intentar entablar una conversación.

En ocasiones se cruzaba con él por los pasillos de la clínica, pero no era frecuente y además el trabajo era constante, pues el número de heridos y enfermos era muy superior al de médicos y enfermeras. Sin embargo, esos breves instantes en los que le veía y parecía que sus miradas se cruzaban unas milésimas de segundo eran capaces de alterar y alegrar el corazón de la joven de una manera que nunca antes había sentido.

Cada noche, agotada tras un duro día de trabajo, pasaba horas intentado dormir, incapaz de conciliar el sueño. Sus pensamientos volvían de manera constante a Nagato, a su apuesto rostro, y se prometía una y otra vez reunir el valor suficiente para saludarlo a la mañana siguiente. Era entonces cuando empezaba a sentirse mal consigo misma. El mundo se estaba desmoronando; hombres, mujeres y niños morían a diario en las ciudades bombardeadas; el destino del país, y posiblemente de todo el planeta, pendía de un delgado hilo. Y sin embargo ella olvidaba todo eso, todo el horror que veía a diario, y era incapaz de dormir pensando en un hombre. Luego, cuando ambas líneas de pensamientos se cruzaban y entremezclaban y era consciente de las altas probabilidades que tenía de no volver a ver a Nagato al día siguiente, porque en cualquier momento cualquiera de los dos podría morir, las lágrimas asomaban a sus ojos y, entre sollozos, se quedaba, al fin, dormida.

Esa mañana Shizuka se había puesto un sencillo y cómodo, aunque lindo, kimono y se había recogido el pelo de manera que no le molestara a la hora de trabajar. Sabía que no era una chica muy guapa, pero creía que ese atuendo le favorecía. Antes de que estallase la guerra había leído, en libros que se suponía no deberían estar al alcance de la población japonesa, que en Estados Unidos las chicas llevaban bonitos vestidos que tan solo llegaban hasta las rodillas y atrevidos peinados. Le habría gustado viajar algún día a ese país, conocer sus extrañas costumbres y vestir esas ligeras prendas. No creía las ideas que el gobierno divulgaba tachando a los americanos de seres diabólicos y endemoniados. Pero en el momento actual era por completo impensable. Quizás, cuando terminase la guerra, podría ir allí. Puede que incluso fuera con Nagato. Era un hermoso sueño.

A pesar de la alarma que saltara un rato antes, la ciudad estaba en calma y Shizuka llegó bastante pronto a la clínica. Se sentó en el banco donde solía esperar e hizo como que hojeaba el periódico. En realidad no le interesaban mucho las noticias. No eran más que propaganda política intentando enmascarar la barbarie que era la guerra. Miraba por encima de las páginas, controlando la entrada del edificio, a la espera de que el joven médico apareciera.

Pocos minutos más tarde llegó Nagato. Se quedó parado junto a la puerta, sacó el tabaco y se puso a fumar con la mirada perdida en el cielo azul pálido de primeras horas de la mañana. La gente pasaba a su lado, algunos le saludaban, pero él respondía con un ligero gesto de la cabeza. Parecía pensativo. Shizuka lo observaba como hipnotizada. De vez en cuando se le escaba un suave suspiro.

Casi todos los días se repetía una situación parecida. Él a la puerta de la clínica, fumando. Ella en el banco, sin prestar atención al periódico que tenía en las manos. A veces él pasaba la mirada por donde se encontraba Shizuka, apenas un instante que para ella se hacía eterno y a la vez efímero. Pero entonces ella cerraba los ojos o él apartaba la vista y el momento se rompía, quedando solo el silencio y la distancia entre ambos, como un inmenso muro de hormigón que Shizuka era incapaz de romper.

Sin embargo, ese día fue distinto. Nagato se giró un poco y sus ojos se volvieron hacia la enfermera. Sus miradas se cruzaron y el corazón de Shizuka comenzó a latir alocadamente. Una leve sonrisa asomó a los labios que sujetaban el cigarro. Ella devolvió la sonrisa, tímida y nerviosa, sosteniendo su mirada mientras que su estómago se convertía en un torbellino de sensaciones. Nagato dejó caer el cigarro al suelo y lo apagó pisándolo con el talón. Después, en lugar de entrar en la clínica, cruzó la calle y se acercó al banco donde se sentaba Shizuka. Ella se puso en pie y lo saludo educadamente cuando llegó a su lado, demasiado nerviosa para decir algo.

—Buenos días, Shizuka— saludo él con gesto amable.

—Buenos días, Nagato— respondió ella, tartamudeando. Se sentía estúpida, incapaz de decir una frase tan simple de manera correcta. Seguro que él pensaba que era tonta. Eso la asustó y, haciendo un esfuerzo que la sorprendió a sí misma, añadió, más segura—. Hace una bonita mañana, ¿verdad?

Nagato miró a su alrededor, como dándose cuenta por primera vez del buen día que hacía, de la suave y agradable brisa que mecía las hojas de los árboles y del trinar de los pájaros.

—Así es. Un bonito día —Quedó pensativo unos segundos. Parecía que un incómodo silencio se iba a instalar entre ellos, pero entonces él lo rompió—. Un bonito día, como tú. Precioso y alegre, pero que pasa desapercibido en medio de tanto sufrimiento y terror, igual que tú.

—Yo… —Shizuka notó como se ruborizaba. No sabía que decir. Pero él le hizo un gesto para que callara y le dejara continuar.

—Cada mañana te observo cuando lees el periódico. Siempre en este banco, silenciosa, como una pequeña y delicada flor. Pero luego te he observado trabajar. Vas con decisión, no dudas y te esfuerzas al máximo por cuidar de tus pacientes. Admiro a la gente que pone todo su empeño en intentar ayudar a los demás. Sobretodo hoy en día, que todo el mundo parece desear lo contrario. Sin embargo no es solo eso. Me he dado cuenta de que me observas, con esos hermosos ojos tuyos que asoman bajo tus pestañas. Y esos ojos me han hechizado. Shizuka, apenas te conozco, aunque tengo la sensación de que te comprendo mejor que a cualquier otra persona, y creo que te quiero.

Se quedó en silencio, mirándola, y cogió su mano con suavidad. Shizuka, emocionada, sentía el corazón latir con fuerza dentro de su pecho. Apretó su mano con la suya, disfrutando del roce de los dedos fuertes y ágiles del cirujano.

—Yo también te quiero, Nagato —Dicho esto, sus nervios se calmaron. La embargó una extraña tranquilidad que le permitió apreciar mejor los sentimientos que la cautivaban por dentro.

Lo miró expectante, anhelante, esperando su reacción. Él se acercó a ella, le rodeó la cintura con el brazo y se inclinó lentamente hasta que sus labios se tocaron. Shizuka, estremeciéndose con el contacto, se dejó llevar, respondiendo a sus suaves caricias. La boca le sabía a tabaco, un sabor amargo y agrio que sin embargo a ella le resultó excitante.

Dejaron pasar el tiempo, hasta que, recordando donde estaban, se separaron un poco. El turno en la clínica había empezado pero ninguno de los dos parecía tener prisa por entrar a trabajar. La alarma había vuelto a sonar por toda la ciudad, pero ambos la ignoraron por completo hasta que se apagó. Nagato la miraba a los ojos y ella sentía que podía perderse en su oscura mirada. Una radiante sonrisa alegraba su rostro. El joven se acercó a su oído y susurro, produciéndole cosquillas en la oreja con su aliento.

—Te amo, Shizuka.

Esta vez fue ella quien se puso de puntillas para llegar hasta su boca y fundirse con él en un prolongado beso. No les importaba la gente que pasaba por la calle ni los compañeros que llegaban tarde a la clínica. En los últimos meses las formalidades sociales habían perdido importancia.

Shizuka pensó en cómo había cambiado de repente su vida. De pronto se sentía dichosa, más de lo que nunca había sido. Los sentimientos felices inundaban su corazón y su espíritu. En esos momentos no importaba nada de lo que la rodeaba, salvo el hombre al que abrazaba. La guerra, la destrucción y el sufrimiento habían quedado relegados a un oscuro rincón. Ese agradable día de verano se había convertido en el mejor de su existencia. Todo parecía posible. Lo que hasta unos minutos antes no había sido más que un ansiado sueño se acaba de convertir en realidad. Veía su futuro con una luz nueva, radiante. Posiblemente la guerra terminaría pronto y ella podría ser feliz con Nagato, tener una vida juntos, eternamente unidos por un amor que había surgido tímido, poco a poco, pero que ahora se había mostrado robusto e inmenso.

Y así estaban, abrazados, unidos por un intenso beso, abrumados por fuertes sentimientos, imaginando cada uno una vida entera de posibilidades que se abría ante ellos, el uno junto al otro, cuando su pequeño paraíso se convirtió, de pronto, en el mayor infierno que ha asolado jamás la Tierra.

En menos de una milésima de segundo el aire alrededor de la pareja se convirtió en una masa ardiente que los atrapó en su seno, destruyendo al instante todos sus sueños, emociones y sentimientos. La vida que podrían haber llevado juntos quedó convertida en cenizas. Sus esperanzas, anhelos y deseos dejaron de tener sentido. La pasión que habían estado sintiendo no era nada comparada con la explosión que acabó tan inesperadamente con sus vidas.

Eran las ocho y cuarto de la mañana del seis de agosto de 1945. Sobre las cabezas de Shizuka y Nagato acababa de estallar, a unos seiscientos metros de altura, el Little Boy, la bomba atómica lanzada por Estados Unidos sobre la ciudad japonesa de Hiroshima. Una circunferencia de más de un kilómetro y medio de radio quedó arrasada en solo un momento y miles de personas, hombres, mujeres, niños y ancianos murieron. Cientos de sueños y planes de futuro fueron aniquilados. Decenas de familias y hogares quedaron consumidos. Cualquier signo de vida desapareció por completo.

Nagato y Shizuka, dos almas que se habían encontrado y atraído, que tenían toda una vida de éxitos y fracasos que recorrer juntos, de alegrías y penurias que vivir como pareja, desaparecieron. Entregados el uno al otro, unidos por un beso que duraría toda la eternidad.

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